
Ellas me estaban esperando. A mí, sólo a mí. Cómo no me iban a estar esperando después de mis insistentes llamadas telefónicas. Allí estaban, cruzando las piernas para mí, arrojándose el pelo hacia atrás para mí, mostrando en plena noche sus cuellos lácteos para mí, mojándose tímidamente? los labios para mí, apagando con una precisa punta de taco los cigarrillos para mí. ¿Mirando a quién? A mí, sólo a mí.
-Hola –dije casi diciéndomelo a mí, tratando inútilmente de mirar seis ojos al mismo tiempo. ¿Pero para qué hablar? El amor ya estaba comprado, ahí nomás, partido en tres y a medio metro de distancia. ¿Para qué llenar espacios inútiles con inútiles palabras? Vamos derechito pa’ mi casa, che. Así son las cosas ahora que yo digo como son las cosas: usar la lengua para todo menos para hablar. De una buena vez por todas, usar la lengua para todo menos para hablar y hablar bla bla. Yo no quiero felicidad. Yo quiero placer. O sea: no quiero que mis labios sonrían y que mi lengua me diga lo rico que está el bife. Quiero que mis labios besen y que mi lengua se divierta en los escondrijos de otra boca. Sí, porque el placer es pecado. Porque el pecado es sucio como el limpito hueso blanco de la naturaleza humana. Que las religiones me disculpen, pero es sabido que a la monja se le esponja y que si el padre cura la madre enferma. Que las religiones me disculpen (con ligiones tengo pa’ rato) por no ser supersticioso (con ser ticioso me basta y me sobra).
Las tres putas entraron a mi habitación y en un abrir y cerrar de ojos ya estaban desnudas, redondas, excitantes, babeadas, con una viscosa sonrisa vertical entre sus piernas. Era maravilloso verlas mientras el calzoncillo andaba por mis tobillos, mientras el humo andaba por mis pulmones, mientras la sangre sangraba sin dejarse ver, mientras todo se quedaba tan fijo ahí: comprado y seguro y de carne y hueso. El amor: carne y hueso. El odio: carne y hueso. La vida: carne y hueso. La muerte: carne y hueso. Me tiré en la cama y ellas comenzaron a acercarse a mí, parecidas a perros salvajes con trémulas bocas de espuma. Los dientes, suaves. Los labios, suaves. Besaban con los cabellos, con la frente, con las pestañas, con la nariz, con los labios, con la lengua, con el mentón, con el cuello, con sus pezones erectos, con el vientre, con el bello púbico, con la tibia humedad de sus vaginas, con todo. Yo era carne y hueso bajo carne y hueso. Me sentía felizmente indefenso y atrapado. Y después los gemidos guturales, esos dulces gemidos como de niña pequeña defecando. Yo entraba en ellas al mismo tiempo que ellas me metían adentro suyo. Sí, en el fondo ellas deseaban llevarme a conocer sus más íntimos rincones. Yo dejaba que me lleven de la mano, que me utilicen, que me ordeñen con su mecánico profesionalismo. Qué hermosas muchachas. “Padre nuestro que estás en mi cama”, rezaba una maliciosamente, habiendo adivinado de pronto mi debilidad ante las manzanas y las Evas, quizás buscando una propina. Por supuesto que se la iba a dar: propina y trabajo seguro, por lo menos hasta que mi economía me lo permita. Carne y hueso. Todo era carne y hueso. Y de golpe me vi tentado a decir amor (esa mala palabra, esa palabrota que nunca nos enseñaron a callar), a vomitar amor, a defecar amor, a mear amor, a sangrar amor, a eyacular amor amor amor. Me dieron ganas de dejar de decirles putas. Entonces les pregunté sus nombres. Una se llamaba María, la otra se llamaba Julieta. La tercera no me quiso decir su nombre. Me miró con silencio en los ojos. Me besó con silencio en los labios. Sangró con silencio cuando le corté el cuello con un enorme cuchillo.
-Vos te llamás Carne y Hueso, sólo Carne y Hueso –le dije a la muerta que seguía calladita. María y Julieta ya se habían asustado, ya se habían vestido, ya habían manoteado los billetes que había sobre la mesa de luz, ya se habían ido a seguir jugando con los efectos de la belleza. Sí, jugarían hasta que alguien sólo viera carne y hueso, nada más ni nada menos que carne y hueso.
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