
He logrado escaparme de la cómoda
calidez de un útero
para fruncir la inexistencia y
abrirme el pecho ante los
refrescantes escupitajos de
una vida que desde el principio
ya se insinuaba voluptuosa.
Me limpiaron la sangre y el llanto
olvidando en la prematura tensión
de mi médula la complejidad metafórica
de esas volcánicas palabras. Ya en pañales fui un filósofo poniendo en duda las limitadas representaciones que mi conciencia hacia de la realidad si es que tal cosa existe fuera del sujeto y no se trata sólo de una subjetiva construcción sensible.
Jugaba con la seriedad de un adulto
haciendo uso de una dilatada imaginación
que constantemente
se cuestionaba a sí misma.
Sospecharme producto de una conciencia omnipresente me parecía tan inútil como intentar el enojo de la vida vegetal que nos rodea. Inmediatamente
resolví expulsar esa cuestión
del conjunto de mis preocupaciones.
Había cosas más interesantes
como explorar mi cuerpo
función por función
hasta descubrir los puentes que unen sus partes.
Publiqué obscenidades en la hendidura vaginal de mi cráneo y supe equilibrar dos procesos paralelos dejando implícito el resultado. La intención racional abdicó de su azul y los glóbulos tintos se aferraron al valor simbólico. Las palabras incendiaron sus vestiduras con sonoras intenciones de corporalidad. Por lo tanto yo era el otro que me nombraba mientras el lenguaje y sus venosas raíces me aniquilaban sombra a sombra, me vaciaban con cucharas espejadas obligándome a la certeza visual de mi anulación.
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