
Ana retrata la espontaneidad recreativa de sus sentimientos. Ana se desangra en los lienzos porque la pintura ya es parte de su sangre. Yo me amo y hago lo que quiero, dice por ahí, un discurso vertical tan liviano que al leerlo parece balancearse como el hilo de un globo que se nos escapa.
Y después las manos.
Siempre las manos.
Herramientas perfectas
tanto en lo práctico
como en lo expresivo.
Solitarias manos que se adaptaron a una desesperación sumisa. Ni siquiera se sabe muy bien si están pidiendo ayuda o diciendo presente. La única certeza es que los mediocres no cosechan rosas por temor a las espinas. Y es por eso que alguien apoyó un sucio vaso de sangre en el extremo superior izquierdo, el mismo lugar del corazón. Y es por eso que aquellas solitarias flores infantiles me producen una profunda ternura. Y es por eso que hay un verde y repetitivo llamado hacia la naturaleza propia del yo.
Ana dibuja desde la sombra.
Esa sutil ingenuidad
que de pronto
nos revela un mundo nuevo,
una parte de nosotros
que aún no conocíamos.
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