sábado, 31 de julio de 2010

INTEMPERIE DEL SENTIDO (CAPÍTULO 1)



Te juro que las paredes se aproximan poco a poco, enamoradas de su propia naturaleza, ansiosas del espacio en el que me siento disperso. Te juro, y en realidad ya no sé a quién se lo juro, que esta perversa paranoia no es una pose. Bruscamente disminuye la capacidad de mi caja toráxica, el eco se asfixia en sí mismo y cada latido parece intento de fuga. Sostengo con fuerza, te juro que sostengo mi garganta y la mano se me vuelve caníbal. De pronto empiezo a sentir el gusto de todos mis órganos. Para qué mentirte, la situación no es nada agradable, caigo en el suelo y la única opción es acurrucarse como una serpiente. Después, temeroso de la nada absoluta, me muerdo los labios con la humilde intención de que no se me escapen los murciélagos. Pero te juro que hay cosas difíciles, escucho los aletazos de desesperación y la espuma me sale por debajo de los ojos. Algunos han querido explicarme que se trata de un simple llanto: tomá una de estas pastillas todas las mañanas, eliminá de tu rutina ese vino nocturno, hacé un poco de ejercicio y vas a dormir mejor.


Mentiras. Estupideces. Las paredes se aproximan poco a poco y esa es la única realidad que por ahora me llega. Un viento frío o algo así como un espasmo ajeno. No hay palabras que sean suficientes, no bastan, apenas son capaces de cambiarle el ángulo a la misma y repetida habitación. El verbo es para la escritura lo que la egosexualidad es para el hombre. Aunque logre explicar lo que siento sentirás con otro tacto mi explicación. Te juro, por los ojos de mi gata te lo juro, me duele haberme metido en esta zona difícil, en la salvaje intemperie del sentido. Lo bueno fue que pude saltar por la ventana, salvándome pero no, en realidad exponiéndome a una amplia y feroz urbanidad. Atrás quedaba la viscosa desesperación de mi cuarto. Fue de este modo, pared contra pared, que toda la arquitectura de mi hogar se redujo a escombros. Los pequeños trozos de ladrillo y cemento se transformaban en gusanos. Claro como el agua, gusanos que se devoraban a sí mismos formando círculos que desaparecían tan rápido como el hambre. Te juro, a esta altura ya no sé mentir, que ver aquel espectáculo fue el más duro golpe de realidad, de náusea, una angustia que no se compara ni a la certeza del vacío. Y otra vez las mentiras. Y otra vez las estupideces. Las mujercitas de blanco me muestran fotografías donde hay un señor con un bebé en brazos, donde hay una señora que abraza a su señor. Contemplo los bigotes de aquel enorme personaje y siento alfileres clavándose en mis mejillas. Te juro, y para qué mentirte, la situación no es nada agradable. Las mujercitas de blanco señalan al bebé con dedos acusadores. Una y otra vez lo señalan mientras murmuran en un idioma que desconozco. Te juro que las paredes se aproximan despacio, enamoradas de su propia naturaleza pero destruyéndola por amor. Te juro que te juro, a pesar de nosotros o de ellos, que esto no es mentira.


He pasado tiempos difíciles, calles pisoteadas con bohemia anhelante, horas y horas sentado bajo el falso sol de los faroles. Cada detalle del presente es un instrumento más para esta autopsia. Le he abierto las puertas a mis fantasmas con la inquietud del caos en la conciencia. Así, como me ves ahora, periferia humana de las plazas, reducido a ojo expectante. Ni forma ni contenido. Ni personajes ni escenarios. Y a veces, aunque me niegue a creerlo, ni siquiera el deseo de la autopsia. Solamente la puerta decapitando tu sombra en mi última imagen tuya.


Te juro, afuera están los lobos afelpando los pasos, burlándose de mi inmovilidad: asumida posición de presa. Destrozan mis miembros uno a uno, y luego, sus pálidas cabezas de mujer comienzan a besarme. Besar es el método que ellos tienen para que yo asuma mis propias manchas, mi sangre y mi esperma, mis vómitos y cada uno de mis fluidos. De pronto se detienen, se paran en dos patas y ya no son lobos, son atractivas enfermeras con diminutos uniformes. Para qué mentirte, ahora estoy completo y empiezo a padecer una erección inhumana, gigantesca como los faroles luminosos del océano. Toda la sangre de mi rostro se encauza hacia el sitio del placer, con volcánicas explosiones de espuma, con la fuerza láctea que existe entre la boca del bebé y el pezón de su madre. Sólo mis ojos, desde un ángulo que me resulta absurdo, son capaces de apreciar la pornografía del salvajismo.


Y llegan las maestras jardineras soltando pájaros oscuros que son vocablos transparentes, apretándose los pechos mientras se muerden los labios, clavándome jeringas para extraerme cualquier asomo de cobardía. Doctor, en este colchón me hundo demasiado. Y ahora me eyaculo hacia otros planos, hacia la áspera superficie de la realidad interna. Te lo juro, ellas cantan tango sobre el barro, desnudas hasta de piel. Sus músculos brillan, fibrosos, parpadean su perfección bajo la luna. ¿Quién me va a cuidar ahora que tengo fiebre? ¿Contra la voluntad de quién voy a beber, ahora que soy yo aunque me vaya, sin el peso carnal de tus lágrimas, sin el labial aleteo de tus reproches?


El doctor y su púber secretaria, confiando en la falsa clausura de mis ojos, se zambullen en un crudo frenesí sexual. Veo la forma en que el sudor se pasea por sus muecas singulares. Escucho la extraña musicalidad de sus quejidos ahogados. Y ahora, por ejemplo, me acuerdo de Paul Verlaine. Sus versos resuenan en mi memoria, y a pesar de que no hablo francés, es como si los entendiera, de pura música, de oído y sin partitura.


Son extrañas las razones y los motivos que se asoman, así, como acá te cuento, como si fueran tímidas criaturas sin pan. Inmediatamente después de que me creo intenso empiezo a desconfiar de la intensidad en la que creía al principio de esta oración. Recuerdo cuando me contabas la belleza de nuestros pájaros felicianeros. Decías que qué lindos los pajaritos cuando cantan. Ahí nomás yo me reía y era otro pájaro cantando, burlándome, diciéndote que te dediques a ser letrista de folclore. Es la silueta del vacío, mi amor, y son las pulgas a la izquierda de la cama. Qué difícil es rascarse con los brazos atados. Los borrachos eructan y son echados de casa. Los locos deliran y son internados. Las putas gimen y son marginadas. Pero los pajaritos (en mi ventana acaba de posarse uno) cantan por cantar y son simplemente hermosos. Aunque quizás miento, o digo la verdad fuera de contexto, o el lenguaje se me hizo lengueteo, o uso las palabras equivocadas. Qué importa, acá las paredes sordas, acá mi erección señalándome el cielo, acá yo contemplando la silueta del vacío y la gordura del espacio hambriento.


-Sí señorita enfermera. Necesito más hojas en blanco.

-Sí señorita enfermera. No espero que me entiendan. Es un hecho que el chaleco de fuerza le quita credibilidad a mi discurso.

-Sí señorita enfermera. Usted es bastante enfermante.

-No señorita enfermera. No recuerdo haber dicho eso.



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