domingo, 1 de agosto de 2010

INTEMPERIE DEL SENTIDO (CAPÍTULO 2)


Te lo juro, me erotiza imaginar a una prostituta jugando a la rayuela, ver las piezas de la inocencia acoplándose de a poco, que el revólver del suicida se transforme en una pistola de agua, que lleguen los amigos de la infancia y que empiece la diversión. Es el suicidio en defensa propia. Son los hábitos destructivos de la autopsia. Y otra vez tu silueta de mi vacío o quizás mi vacío de tu silueta. Es la noche y es la torpeza de la escritura parpadeando. Las ovejas cuentan los minutos de mi insomnio para lograr el analfabetismo del sueño. Es la noche y es la música que no está. Te lo juro, es la noche.

Justificar a ambos lados

-¿Cómo amaneciste hoy? –me dijo la rubia-. Ya es hora de bajar a desayunar.


En realidad me gusta más la morocha. Tiene los ojos parecidos a los tuyos. En el sabor afelpado del café siempre huelo el color ondulante de tu cabellera. Es raro porque casi nunca desayunamos con café. Pero te juro que hasta estos rituales tienen sus trampas. Y ya que estamos voy a admitir que tengo fantasías sexuales con Ana Frank. Escribir eso a esa edad contiene una belleza que equivale a un golpe físico. Aunque también tengo que admitir que nunca pude terminar el libro. Hace como seiscientas páginas que sólo leo las primeras veinte. Podrás decir que yo deliro. Y yo no te lo digo. Simplemente te lo juro por este circo de elefantes rosados. Y bueno, hasta los locos suelen caer en lugares comunes. Por ahora stop. Acaba de llegar una enfermera amiga que me va a permitir un cigarrillo. Es una ex-prostituta que conocí en mi etapa de estudiante de artes visuales. O lo que es lo mismo: dos mamarrachos con óleo y millones de borracheras en bares de todo tipo. Si es que existe lo que llaman círculo vicioso yo era un adicto rectangular. No pude adaptarme ni a la fácil geometría de ese estilo de vida.


Estoy acá de nuevo y quizás para siempre, una suerte de feto poético en la belleza de tu útero. Eché humo como una locomotora y te imaginé atada a los rieles. Me imaginé frenando a tiempo y salvándote. Después lloré a carcajadas. Quise tenerte entre mis brazos, recorrer las cuerdas de tu arpa pectoral, ser tu rostro en mi a veces permitido espejo de mano. Te escribo desde las alas que no permiten el vuelo, clavado en la impasible intemperie del sentido disperso. Desde mis vísceras nacen gomosas criaturas que se arrastran para buscarte. Inútilmente, claro está. Sucede que sus lastimosos miembros nunca logran desarrollarse del todo. Fugaz intento de pocas células. Televisores encendidos que funcionan apenas como veladores. Lo importante es que te escribo, que no me callo, que aún no me muero y que sé racionar este equilibrio escoltado de abismos. Volver para verte en aquel patio de mi infancia, desnuda sobre el césped y riéndote de mis torpezas. Ahora mi identidad son mis palabras en tu voz, haciendo vibrar tus maravillosas cuerdas vocales o trenzando tus neuronas. ¿Podré llegar hasta los detalles de tu cerebro? ¿Podré asomar los ojos a la monstruosa intimidad de tus sueños? ¿Podré distorsionarte hasta el punto de acercarte a mí? Ser objeto inmóvil del entendimiento. Depender de las razones. Cosas que me abisman a los dientes de la náusea.


-Sí señorita enfermera. Recitar mis escritos frente al espejo me resulta relajante. Es una tortura con un fondo musical pacífico. Oceánico modo de nadar en mi propia sangre, saturándola de incoherencias hasta tornarla espesa, granulada y de un marrón fecal que te remite al más morboso pantano.


Ellas siempre tienen una mueca erótica, una forma lánguida de entrecerrar los ojos mientras llaman al médico de turno. Médicos que casi nunca están a esas horas de la madrugada. Tiempo en el que pasean a sus costosos perros sin más expectativas que un sorete semicircular. Cosas de todos los días. Quizás como apretarse el estómago, morderse los labios hasta que sangren y tragar el licor corrosivo que instala ronroneos en cada célula.


Me quito el anteojo con paciencia y lo deposito sobre la mesa de luz, al lado de tu amarillenta fotografía. Después me duermo con la cabeza apuntando hacia el otro rincón. Pero mi anteojo continúa con vida, todavía capturando los celebrados relieves de tu cutis, el perfecto desorden de tu flequillo y el delineado de tus ojos a punto de correrse por una de mis lágrimas.


Ya vendrán tiempos peores, cuando pueda recordar el futuro que ahora está haciendo crujir la puerta. Claro que mañana ya no pienso saludarte. Apenas observaré con ternura tu forma de darme agua y recorreré tu clavícula con los mismos dedos que uso para fumar. Quizás logre soñarme cuerdo en la profundidad de tus ojos grises, y que esta frenética autopsia se vaya en una de tus lágrimas, conociendo así la perfecta geometría de tu rostro. Bebo un sorbo más de leche y recuerdo la textura blanca de tus orgasmos, tu volcánica actitud vaginal, aquellas íntimas contracciones quitándome la razón. La habitación estaba vacía excepto por nosotros, ahí tirados en la cama, saturados de sombras y colores. El humo transformándose en sábanas y viceversa. Éramos los dos por aparte, nacidos de otro cielo para depositar llamas en nuestro desnudo paraíso. Así todos los días, una dulce depresión erosionaba nuestros esqueletos y las horas tenían la fuerza de los siglos, de los siglos que a su vez tenían la fuerza de la eternidad. Es muy probable que tú lo hayas sentido de otro modo. Siempre fuiste la fijeza pictórica en contra de mi inestable discurso. Aún recuerdo la belleza monstruosa de tus cuadros, esos millones de lienzos que eran como sombras viciadas en tu atelier, cucarachas glamorosas en un festín de espontáneos retazos. Las calles se nos entregaban apacibles, con sus estrechas veredas y el tamaño a veces intimidante de los carteles. Yo te decía que de un momento a otro algún cartel se nos podía caer encima. Vos te reías despacio, me despeinabas con gracia y me llamabas paranoico. Me divertía mucho saber que tenías razón. Me sentía seguro a tu lado. Nada se parecía a este inestable equilibrio escoltado de abismos. También juntábamos volantes en la peatonal, averiguando las funciones gratuitas de alguna obra de teatro. Cualquier acontecimiento artístico era de nuestro agrado a pesar de que concurríamos con desgano y despreocupación. Era más que nada una forma de pasar el tiempo. Ya no sé, a veces pienso que es imposible saberlo, sobre qué boca terminará empantanándose mi última vértebra.







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