miércoles, 30 de septiembre de 2009

AUTOPSIA DE UN RELATO (ÚLTIMA PARTE)



16


El automóvil se detuvo enfrente del cyber. Ahora sí que puedo arriesgarme a decir: todo iba como lo planeamos en el deforme y anti-OrtoGráfico (se escribe como el culo) chateo. ¿Se escribe como el culo? No era necesario ese entre: paréntesis. Pero el automóvil, a pesar de móvil, se detuvo enfrente del cyber. Se escribe como el orto. Como el orto, lo morfo en su amorfa forma (tan de ella) de agacharse y quebrar la espalda, reclamándome el entre (líneas arriba no tan necesario) sin hacer uso de la palabra: sólo su rostro que dobla y me mira, la lengua sobre sus labios, de derecha a izquierda (nos quedamos sin política y cogemos. Atrás, entiéndase, en el asiento trasero del automóvil, que a pesar de móvil, seguía estacionado). Ah siento trasero, eyaculo ahí y nos pasamos a la parte de adelante, mientras le digo que conduzca, que yo ya bebí demasiado, que yo ya fumé mucho, que yo ya la cogí y que en esa situación podría morirme, tranquilo. Le dije que tranquilo y ella giró la llave, le dio inicio al ronroneo del motor. Después, claro está, vino la marcha: vibrábamos atentos a la llovizna de la noche. Por supuesto que no sabíamos el destino, nunca sabíamos el destino. Discurso con vaselina o simplemente brazo ciego.


-El verdadero yo es el yo que escribe. Los otros son fantasmas sociales a su vez escritos por el verdadero yo, que no necesariamente es en mí o conmigo.


-¿Qué?


-Nada...que te fijés, el semáforo está en rojo.


-Ya sé, no soy ciega ni boluda.


Y en ese preciso momento me rindo, dejo de ser carne y me desmayo. Stop.


17


Una esbelta mujer instalada en la llovizna de la noche, sube las escaleras mirando el papel en el que había anotado la dirección. Casi puedo ver y escuchar la magnífica altura de sus tacos oscuros. Casi puedo presentir cómo el aire se arrincona ante su andar decidido y devorante. Afelinado ronroneo. Siestas de luna amarilla.


El hombre desnudo la saluda con un ademán que es puro tango, le sirve una copa de vino y segundos después empieza la música. Así se daba la prostitución amable, la entrega de cuerpos autodestructivos: cadáveres heroicos que nunca terminan de pudrirse.


18


Y ya ni las ganas de escribir. En realidad casi. Digamos que fragmentos mientras escenas cuando delirios. Apenas los escombros del escombro intentado. Yo y la sucia autopsia de mi azar psicológico. La autopsia, en relación a ciertos signos vitales, es perversa. Pero esperar que la cosa se muera sería el silencio, el silencio y el silencio.


Abro los ojos y todavía estoy en el mismo hospital, con las mismas paredes blancas y los mismos pasillos que suelo recorrer a la noche. Las enfermeras se irán y vendrán, mientras los doctores dicen que quizás esto, mientras los psicólogos murmuran que con razón aquello. Entonces deposito mi mano sobre la mano gigante de Dana, sobre su mano que tantas veces me resultó maternal.


Por lo tanto ya he abierto los ojos, ya he vuelto a sentir los pliegues de esta sábana infinita. Todo se va nublando a pesar de que escribo con esperanza. Pero hemos esperado demasiado, el útero será una birome cayendo sobre un zapato de tacos, quizás un corsé o alguna otra lencería.


Sonará el picaporte de la puerta y la enfermera pedirá silencio, haciéndose la muy profesional, sin saber que acá no se ha dicho nada.


lunes, 28 de septiembre de 2009

AUTOPSIA DE UN RELATO (QUINTA PARTE)




13


Abro la puerta de mi casa, me siento en el umbral y acerco la explosión del fósforo al primer Morris del día. Entonces empiezo a sospechar el drama eléctrico que me exige la escritura. Si tan sólo fuera una pena a vapor, un alejarse del puente sin pañuelos saludadores. Si tan sólo pero no. Sí tan solo pero tampoco. Mejor será escuchar a Janis Joplin, releer un manojo de viejos poemas y pensar en la infancia: los detalles aguados del patio, las siestas que dormí abrazado a mi perro, su enternecedor olor a osamenta. También la autosatisfacción sin esperma a cargo de manos recientes, curiosas exploradoras que en esos años desconocían el ocio. Literaltura del vértigo.


Mordía el perfectísimo pico de la botella que siempre se insinuaba plural, reventada por la ansiedad de su implacable verdugo. Hondas pitadas pegaba, insondables, abismales pitadas de cigarrillo mal armado: excepto, claro está, por el arma del tabaco: taponadas arterias, acelerado bobo que silba haciéndose el distraído, altas posibilidades de un merecido cáncer y allá por lo último quizás la cardíaca luz roja. Tomó tres pasos de carrera y clavó el mango de su guitarra en el centro del televisor, que se hallaba en off, pues el tema no era electrocutarse ni nada por el estilo. Al ver que los daños de su viola eléctrica no eran demasiados, apenas algunos rayones, rasguños de vidrio televisivo, decidió ir a la casa de música más cercana y venderla. Cash le pusieron en sus trémulas manos, para ser más precisos, ciento sesenta pesos (desgraciadamente argentinos: su desconocimiento sobre próceres le dio gracia). Parte de ese dinero lo usó exclusivamente para comprar bebidas alcohólicas, las suficientes como para mandar al tacho ciertos paquetes de fideos y llenar la barnizada alacena. Nuevamente mordió el vaginal pico de la botella, tragó ginebra al compás de su temblorosa caja toráxica. El esófago era una oxidada cañería con música de lata, un ulcerado conducto de anímicas diarreas. ¿Cuándo fue que el lenguaje se me volvió lengueteo? ¿Cuándo fue que pude sacarme la cabeza, tirarla para arriba y antes de que toque el suelo meterle una elocuente patada con botas de tipo nazi? Bajá un cambio, bajá un cambio, pero en cambio optó por continuar pateando objetos, eran objeto de sus patadas los libros, las sillas y otros indefensos muebles. Bajar un cambio, disminuir la velocidad. O de lo contrario salir despedido por el parabrisas, así como lo hizo su padre en aquel accidente automovilístico. Pensó en la muerte y en su forma de seleccionar los futuros cadáveres, esa despiadada manera de reducir las cosas a carne que se pudre. Pero era mucho el alcohol y el cansancio como para ponerse a razonar, especialmente sobre ese tema tan indefecablemente digerido. Por lo tanto se durmió sobre su cama destendida, enfetado a más no poder. La noche era oscura como cerrar los ojos, encantadora como no volver a abrirlos. Nunca más pero de mentira.


14


-¿Qué mierda pasó acá?


-Al parecer entraron algunos ladrones. Vandalismo tal vez.


-¿Robaron algo?


-Sólo mi guitarra eléctrica. Pero como verás se encargaron de romperme todo con bastante entusiasmo.


-Es cierto


-Che, salgamos a dar una vuelta. Seguir viendo este desastre me deprime.


15


(...out, nena, out). Menos mal que de esto hace ya un par de días. Porque ahora hay demasiado viento, de a ratos llueve, la luz se va y regresa con una frecuencia que dificulta el libre transcurso de las palabras. Vuelvo a escribir libre transcurso y tropiezo justo allí, caigo en una risa que funciona como puente. ¿Hacia dónde? ¿Hacia cuándo? ¿Desde quién y para quién? Muy pocas líneas pero es lo correcto considerando la sobriedad de hoy, la lucidez de hoy, mi ronroneada psicología bajo llave. Nuevamente se va la luz y la noche llega temprano: es que hay muchas, muchas nubes. Oscurece despacio y con las puntas de los pies me voy animando a entrar. Ya ha vuelto la luz y ahora puedes escribir tranquilo, sin esforzar tus lánguidos ojos: esa triste miopía de ociosos párpados. Tranquilidad, hey, tranquilidad de que todo esté al alcance de la mano: los cigarrillos (tenés que dejarlos), los mates amargos y la voluptuosa música dopante. Tranquilidad, refugio, útero manso y afelpado, dormirse en la frescura del pantano ya sin músculos. A cero la voluntad perfeccionista de los espejos, el espasmódico ensayo de vos mismo, dejarse llevar por los colores y el humo: medular explosión de científico loco. Ensáyate antes de vivir, aunque lo único que se gana con eso es que los defectos adquieran un aire sobreactuado. Ya no se trata del defecto por falta de voluntad perfeccionista. Se trata de la perfecta voluntad del defecto que nunca falta. Infantil juego, día a día, noche tras noche. Proyecto nada de alcohol, de todos modos ya siento la amenaza: la solución caótica para el orden insoportable del problema. Dejaré de aferrarme al vapor de la identidad, están golpeando cada vez más más fuerte, puertas y ventanas tiemblan al borde de la rotura definitiva. Te lo prometo, mami, pero igual van a entrar con sus fálicos cuchillos, con sus vaginas dentadas, ansiosos por rasparme hasta los últimos huesos. Me van a matar y yo voy a morir así, pobrecito, sin poder apoyar mi mejilla en tu vientre.


viernes, 25 de septiembre de 2009

AUTOPSIA DE UN RELATO (CUARTA PARTE)


10


Por qué seremos tan perversas, tan mezquinas

(tan derramadas, tan abiertas)


Néstor Perlongher


Hey, Miguel, de verdad, te digo que fue así. Yo tenía catorce años y un vestidito con flores rojas. Era una mañana hermosa y los ojos de mi padre ya no eran los ojos de mi padre. Había empezado a mirarme con otros ojos, los mismos ojos pero otra mirada, entendés? Te digo, Miguel, que era una mañana hermosa.


Mi madre y mis dos hermanos más chicos se habían ido al supermercado, a hacer las compras para el almuerzo. Yo también quise ir pero no recuerdo por qué no lo hice. Un error. Quizás lo que pasó tenía que pasar. Inevitablemente.


Sí, Miguel, me quedé sola, a solas con esos ojos desconocidos, con esa mirada de animal hambriento. Soltame, de verdad, estoy bien, en cierto sentido se podría decir que ya lo he superado. Si hago lo que hago es por asumir lo que provoco. Ya estoy destruida, reducida a hueco. La perversidad es contagiosa y estaba en cada una de sus secreciones, de sus besos. Y su barba, aún la siento en la piel. ¿Sabías que la piel tiene memoria? Tenés razón, es por esto que lloré aquella vez al leer tu cuento, ese que titulaste Carne y Hueso. Tal vez soy yo la chica sin nombre.


Catorce años, un vestidito con flores. A los empujones me llevó al sótano. ¿Era necesaria esa violencia? Entonces me sacó el vestido y todavía me acuerdo de sus manos callosas. Le dije que no, que por favor, que mamá se iba a enojar. Pero después la vergüenza y el silencio, convivir con el problema simulando ser una niña normal, como mis amigas que todas las tardes se divertían en la plaza. Pero esa ficción era más que una ficción, me dolía en todo el cuerpo. Sí, puede ser, como decís que te dijo tu amiga, era una ficción de carne y hueso.


No, dejá, esta vez no puedo aceptar tu plata. Me encanta que me hayas escuchado, me pude sacar un peso de encima. Ojalá todas tuvieran clientes como vos.


Dana me miró a los ojos, me sacó el flequillo de la cara y antes de irse me besó en la frente. Me quedé sentado al borde de la cama, desnudo e indefenso, aún con la sensación de sus expertas caricias, sin saber qué hacer con el secreto que me había confiado. Y esta mañana también es una mañana hermosa. Hermosa para servirse un vaso de whisky, poner un poco de música y empezar a llorar sin más razones que el llanto.


11


Y en el centro musical ya se retuerce la voz náufraga de Bjork, una singular electricidad estremeciéndose en el aire. Más tarde quizás salga a comprar un poco de cerveza, por ahora estas paredes con manchas de humedad, por ahora esta suerte de pop casi sin rieles rítmicos. Eyacular sobre el lavabo, abrir la canilla y dejar que el esperma se vaya por los tubos. ¿Yo soy o soy yo? La cosa: yo: en realidad, sí: tendría que irme de una vez por todas: los tubos, la música, stop.


Vos, reventadita, asquerosa belleza, te arrodillabas ante mi teoría sobre las facultades cosméticas del semen facial. Desde abajo sonreías con espesos bigotes de esperma, acariciándote los pezones carnosos y rosados, fulminándome ojo a ojo con tu orgásmica mirada de colegiala. Eras amiga y agujero. Y claramente recuerdo que eran las doce de la noche. Estábamos en aquel periférico prostíbulo llamado El Corsé. Vos eras producto del lugar y yo te consumía más por costumbre que por otra cosa. El corsé, mi amor, el corsé, era lo único que tenías puesto aquella noche. Al salir me ladraron los perros de la vecina, o sea música para final de película.


12


Ponerse en blanco y tentar a la mancha, al letrado libertinaje de aburrirse sobre un escritorio que en realidad es la mesa del comedor, con migajas del pan de ayer, con tapas de cerveza de anoche. Es entonces cuando él me ruega que continúe. Exige. Que deje de obviar los detalles morbosos, que me retuerza epilépticamente en el peor fango, que haga sentir el hedor, el cadavérico y pantanoso mecanismo de esta historia sin historia: encauzada a sí misma, ano del ano, mierda de la mierda. O en otras palabras, nada.


Hora: 19:12. Música de fondo: Amnesiac de Radiohead. Estado anímico: exagerada lejanía con subrayado acento. Me pongo de pie y cierro las cortinas para que los vecinos (al pasar si es que pasan) no se enteren de mi escritura. Como si estuviese cometiendo un crimen. Como si un crimen estuviese cometiendo.


Hablemos de tu caso me dijo. Si te vuelves estudioso sabrás de todo excepto usar tus conocimientos. Al ser inteligente te darás cuenta de lo difícil que es poner la inteligencia en práctica. ¿Qué nos queda? El artista, el animal que se complace de lamerse en público. Al terminar la obra nunca hay que bajar el telón. Hay mucha gente que no sabe resistir, solitos solitos dejarán caer sus párpados, pensando quizás en un paraíso silvestre. Es probable que dicho paraíso tenga un laxante olor a mierda. Eso es lo interesante de la cuestión: de los cinco sentidos siempre hay alguno que se resiste a fugarse del espectáculo. Sentido oveja negra o como sea que quieras llamarlo. Al terminar la obra nunca hay que bajar el telón. De hecho, ¿hay que terminar la obra? Por lo pronto hay que aprender a resistir, como dijo Juan Gelman, ni a irse ni a quedarse, a resistir.


Aunque es seguro que habrá más penas y olvido le dije yo (terminando así con el poema de Gelman).


Exacto me dijo él (agitando la mano como un náufrago para que la camarera nos traiga otra cerveza).


Lo demás fue espuma, párpados obesos, eructos a los cuatro vientos y algo así como un llanto de palabras impenetrables.


Dana retiró, uno a uno, los arrugados billetes de esa noche, los mismos que cuidadosamente había guardado entre teta y corpiño. Habitación pequeña, noche en el suburbio y lejanos ladridos de perro sin raza. La cosa es que se respiraba una soledad en estado puro, y ahí, sobre la mesa de luz y junto a los billetes, estaba la escasa humanidad de una fotografía en negro y blanco: su madre, su queridísima madre a veces odiada por no haber impedido el derrumbe de cierta inocencia, el descajetamiento de cómodas esperanzas, la feliz tensión dramática de un futuro en tango (o en tanga). Pero ella, esto era seguro, no tenía la culpa. Reducción a carne y agujero. De todos modos no es mentira decir que ella (ahora me refiero a Dana) suele tener sus momentos de felicidad, engañada en la certeza engañosa pero sana y efectiva de que ser feliz es acostumbrarse. Acostumbrarse a. Acostumbrarse desde. Acos. Tumbarse y dejarse de joder.


Primero está el hambre a la carne. Después viene la carne al hambre. A continuación aparece el juego y el vicio: carne a la carne para algunos, hambre al hambre para otros. Stop, está linda la cosa pero tengo que lavar los platos, bañarme y quizás salir a ver si me tiran un hueso.


lunes, 21 de septiembre de 2009

AUTOPSIA DE UN RELATO (TERCERA PARTE)


7


La eficacia poética de sus ojos marrones, lánguidos propietarios de una mirada pantanosa. Ella me saluda y me invita a pasar, recordándome que estoy mojado, riéndose como loca de mi facial catarata. Es el esfuerzo cardíaco de existir, la exigencia pulmonar de oxigenarse. Anatomías y metafísicas vulgares como moscas con alas de plomo. Que estoy completamente empapado. Que qué cara que tengo. Que necesito una taza de café. Que el insomnio nos empuja hacia el autocanibalismo. Que mirá cuántos bocetos para ningún cuadro, lienzos dibujados con carbonilla y trazos seguros. De su fracaso e ineficacia. Y nuevamente nos reímos como maquillando el trágico sentido de las cosas, coloreando oscuridades. Make-up.


¿A dónde estabas? me preguntó, saliendo de la cocina con una taza humeante entre las manos.


En un bar acá a la vuelta le dije. Es que como no podía dormir salí a despejarme un poco.


¿Despejarte un poco o embriagarte hasta quedar dormido?


Algo así, le dije. Algo así.


Fue entonces cuando empezó a nacer el primer abrazo. Todo se nos daba fácil y sin sospechas de actuación. Era como separar con cuidado los pétalos de una rosa. Flores contradictorias que funcionaban como bienvenida y funeral. La habitación de Fabiana quedaba a la derecha del living en donde estábamos. Para llegar hasta allí tuvimos que recorrer un pequeño pasillo que nos llenó de intimidad. Los besos fueron pájaros posándose en el sedoso confort de nuestros cuerpos espumosos.


Nuestras ropas caían, una por una. Caían con un aire a hojas de otoño, a árboles que indefensos se desnudan o cambian de piel. Separábamos las piernas y nos trenzábamos, boca contra boca, olfateando el perfume de nuestros deseos. Sentíamos que el espacio de la ausencia comenzaba a saturarse de sentido, que se avecinaba el furor caótico de la carne. Mi sexo entraba en ella apropiándose de su dulce espuma. Salir y entrar cada vez con más violencia. Eyaculación al compás de los espasmos y los guturales quejidos.


8


Ella acercó la explosión del fósforo al cigarrillo que temblaba en mi boca. Ad nauseam. Hollywood. Después habilitamos la licorería del ropero mientras la noche continuaba así, oscura como cerrar los ojos. Morir sería fácil si el juego preliminar no tuviera ese gusto a esperanza perdida. ¿Has visto una de esas viejas películas francesas en donde parece que no pasa nada? Y sin embargo el alma se me hace esperma al ver una chica en ropa interior, sentada al borde de la cama, jugando con un mechón de su cabello y fumando de una forma triste y pensativa. Un insoportable silencio francés. Y por supuesto que todo en blanco y negro.


Sus filosas patitas de insecto se arrastraban, ásperas y lentas, sobre la sangre de mi úlcera estomacal. Ese segundo de felicidad termina causando más dolor que los mil años de búsqueda. Colecciono detalles incompatibles. Arrojarse al abismo por la sospecha y el miedo de que alguien podría empujarte. O fijar vértigos como dijo Rimbaud.


7:35 de la tarde, mates amargos, cigarrillo constante, deseos epilépticos de un alcohol definitivo. Soy la víctima satisfecha de mi azar psicológico, el morboso placer de saberme con salsa al filo dental de mis caníbales egos. Hallar la pornografía del arte, rebanar con mano ciega cualquier superficie. Sub ego y alter ego hasta la total opacidad del ego a secas. Díganme que no. Deténganme. Cada una de mis alas levanta nubes de polvo, de terror. Rodearse de espejos y practicar un desenfrenado vandalismo, así hasta que lo roto sea nuestra propia cara, olvidarnos de la estúpida rutina de la identidad. Añicos. Stop.


9


Restos oblicuos de frustrados cruces, el desesperado anonimato de nuestros cardíacos esfuerzos. Ahora la vida era una ventana abierta por donde entraba el polvo fantasma del día en feto. Entre sábanas dulcemente hediondas dormíamos a morir, rascándonos entre sueños la huella de los piojos peregrinos. Demasiado fácil para ser cierto. Cierto en demasía como para ser fácil. Caricias contra escamas y viceversa. Vivíamos pegoteados a complejas asociaciones. Un cigarrillo encendido sobre el cenicero nunca era un cigarrillo encendido sobre el cenicero. En cosas así podíamos sospechar la existencia del infinito, deletreábamos su silencio, coloreábamos la fingida oscuridad de su significado. Hachís, mis dedos se llenan de mucosidad, arranco un trozo de papel higiénico y me limpio, sentado sobre el inodoro, usando el bidet como cenicero, usando la toalla como posa vasos, y enfrente de mí están los papeles, agazapados, acechando a mi indefensa bic azul. Y es de esta forma que ya estamos despiertos. ¿Cuánto habremos dormido? ¿Una hora? ¿Dos?


Nuevo párrafo. Escribir la intimidad fresca y blanca de este baño. Escribir la audaz velocidad de esta cucaracha. Escribir como ciego que manotea y sin embargo ser leído detalle a detalle, viendo más allá de las limitadas posibilidades del ojo. Entonces escucho la voz de Fabiana que me llama, como llama de fuego que quema. Me llama desde la habitación, a una pared de este refugio. Creo escuchar un bombardeo y me imagino muriendo con la cara en el barro. Al rato me río, toso y escupo, me lastimo la garganta con la potencia elocuente del vodka. Belleza.


Ella aún estaba desnuda, procurando un erótico serpenteo entre los sugerentes pliegues de la sábana. Había demasiadas flores en esa translúcida tela, primavera hasta la náusea, la piel que abandonamos junto con el sueño. Era hermoso verla así, en posición de parto, con el pelo sobre la cara y un porro apagado en la boca. Sonreía como diabla en llamas, el pecado hecho carne como debe ser. Sus ojos marrones me deshumanizaban, en ella me veía reducido a instinto, obligado a vivir de oído, meando sobre las partituras. Muy fácil. Seamos clásicos y digamos que el puto amor. Pero es otra cosa, si de algo estoy seguro es de que es otra cosa.


Deberías verte le dije. Estás hecha ese cuadro que nunca terminás.


La ficción es de carne y hueso me dijo ella, acariciándose las piernas separadas, sacudiendo la cabeza para sacarse el pelo del rostro.


Nunca se sabrá cómo explicarlo y eso es lo interesante. Efectos de causas anónimas. Nuevamente se me ofrecía su blando acceso vaginal, el uterino guiño en el fondo de la cueva. Mi escritura termina siendo un espasmo, como ese amor después de coger, con la marihuana que ahora sí empieza a echar humo. Stop.


jueves, 17 de septiembre de 2009

AUTOPSIA DE UN RELATO (SEGUNDA PARTE)


4


¿Y qué hiciste después? me preguntó, levantando apenas la cabeza, intentando mirarme a pesar de sus pesados párpados.


En realidad ya no había mucho para hacer le contesté. Sólo le tiré un par de billetes, le abrí la puerta cuando llegó su remis y chau, a otra cosa.


Ah, era una prostituta me dijo con un aire de superioridad que más que aire me resultó viento, chiflete frío del abuelo que cree saberlo todo. ¿No me habías dicho que te la levantaste?


Nunca te dije eso le dije. Se levantan los muros y las pesas, no las mujeres.


Entiendo me dijo comenzando a bostezar. Vos consumidor. Ella seducción con fines de lucro. ¿Tuvieron sexo o relaciones sociales de producción capitalista?


Vender o comprar le dije luego de haberme reído un rato. Tendríamos que estar en el medio, ser mediadores por excelencia como los billetes. Actualmente la guita es la única cosa capaz de tener verdaderas experiencias de paseo, bohemia y aventura. Ir de un lado a otro sin estar destinado de antemano a ninguno.


A la Marx me dijo y de inmediato hicimos sonar nuestros vasos de whisky, brindando sin más razones que el mismo brindis.


Play. A esa hora de la madrugada, y más tratándose de un lunes, éramos los únicos clientes en aquel bar con ventiladores lentos de invierno, o ventiladornos para obedecer al capricho de algunos. Un empleado ponía las sillas sobre las mesas, barría innumerables colillas de cigarrillos, se paseaba de aquí para allá con baldes y trapos diversos, de cuando en cuando mirándonos con ojos perezosos. Era la hora de irse. Aunque pensándolo bien la noche era joven, horrible expresión. Aunque mirando a través de los enormes ventanales supimos que había empezado a llover. Era la hora de irse. Stop. Rewind... empezado a llover. Era la hora de irse. Stop.


5


Son las seis menos cinco de la tarde y te escribo para contarte que al buscar ciertos papeles me pasó lo que siempre pasa cuando se buscan ciertos papeles: encontré otros papeles que nada tenían que ver con mi búsqueda, sino que correspondían a búsquedas ya completamente abandonadas. Es la ley de que las cosas aparecen cuando no se las necesita. La cuestión es que entre esos papeles encontré tu tarjeta, tu elaboradísima tarjeta que supera con creces a las de un doctor o un abogado. Nunca me sentí tan importante al teclear en mi celular el número de una prostituta: sólo vos podés causar esos efectos, vos y la atmósfera dulcemente viciada que te rodea, siguiéndote a todas partes. Es así me dijo, sentándose en un banco e indicándome con un leve cabezeo el banco de enfrente. La gente, le dije yo, nos va a mirar como si fuéramos un par de locos. Sentados en esta plaza y con esta lluvia, en qué cabeza cabe. ¿Qué gente? me preguntó. ¿Y acaso no es verdad que estamos locos? No, le dije, los locos son oriundos de una irrealidad determinada. Nosotros, en el mejor de los casos, apenas somos turistas de otras realidades. Claro claro me dijo. Somos locos que saben mantener en secreto su condición. Pero bueno me dijo después, si es lo que querés pidamos un remis y nos vamos a lo de Fabiana, seguro que está despierta, haciendo el vigésimo boceto de ese cuadro que nunca pintará.


Automóvil rojo. Pasos rápidos y torpes. Una puerta metálica que se cierra y el motor que da inicio a su ronroneo. Ríos asfaltados reflejan a la luna, recortada cada tanto por sombras flacas de faroles.Tango. Stop.


6


Ser poeta me suena demasiado estúpido para mi gusto. Ser escritor exige un intelecto y una cultura que gracias a dios no tengo. En este punto podría decir que soy apenas un artista, un suicida pasivo que cuando piensa en realidad piensa las acrobacias para irse al margen de su propio pensamiento. Artista que eligió la escritura como herramienta, el lenguaje como lengueteo, artista que eligió la erra mienta. ¿Cómo hace uno para hacer un buen poema? Quizás recordando esto: uno nunca “hace” un buen poema, uno “es” el poema mientras lo hace. Game over.


La cuestión es que quisiera explicarme pero no puedo. Quisiera ser simple pero a la vez complico ese querer. Quisiera pero no quiero. Sería pero no soy. Sólo una suerte de discurso infinito es capaz de abrigarme, así como las moscas abrigan al excremento.


Y nuevamente estoy tirado sobre los infinitos pliegues de la sábana, bebiendo una botella de vino tinto. Trago, bocanada y escritura. Escritura, bocanada y trago. Stop.


miércoles, 16 de septiembre de 2009

AUTOPSIA DE UN RELATO (PRIMERA PARTE)


1


Antes que nada la penumbra vespertina de la habitación. Después quizás la noche, el ojo lácteo de la luna abismándome hacia el vacío que soy y que me nombra. Por ahora digamos que las mismas sábanas arrugadas, elocuentes pliegues en donde se adivinan escombros orgánicos, el pesado volumen de piernas difuntas con medias en red. Hay un televisor que continúa inútilmente encendido.


Lo que importa ahora es el cerebro a la intemperie, un viscoso aparataje con el peso insomne de la angustia. Dicha importancia sufre el abrazo ceñido de un epiléptico alambre de púas. Entonces una médica palmada en las nalgas, el debut de un llanto sanguíneo y a vivir, así de simple, flujo tras flujo, intentando el sólido de ser lo que se debe. Pero ya se sabe que el espejo siempre termina por ser psicológico, chorreamos demasiado y atrás los intentos.


Sucede que mi cuerpo desnudo sigue en la cama, sobre el colchón que respirando con dificultad se adapta a mis temblores. Su crujiente goma-espuma parece resistirse a la estética bohemia de mi abandono.


Apenas hemos asistido a las migajas del bocado, al continuo ronroneo de estas mínimas tragedias. Dentro de una hora ya habrá pasado la hora mencionada. Habrá más. Quedará menos. Pero sería necesario el infinito para que los pies del ahorcado dejen de balancearse. Y excepto alguna que otra palabra acá no pasa nada. Yo soy todo acontecimiento.


2


Sí, hermoso tu pelo cayendo sobre tu pálido rostro, espermatozoides capilares que te daban una atmósfera de film francés. Sí, Dana, hermosa esta noche en la que entraste a mi cuarto gateando, arrastrando con tierna pereza cada gramo de tu lujuria. El constante susurro del televisor era apenas la música de fondo para tu afilada voz de arpa: tus tensas cuerdas vocales me exigían la más salvaje de las cópulas. Quiero que me cojas habías dicho trepándote a mi cama, empezando a olfatear mis tobillos, recorriendo cada tanto los dedos de mis pies con tu delicada lengua curiosa. Lentamente subías. Poco a poco subías. La parte interna de mi muslo izquierdo se estremeció al sentir el roce de tu boca, esos labios húmedos de niña en éxtasis. Entonces me arrancaste el calzoncillo con la animal ferocidad de tus dientes. Entonces agitaste la cabeza de un lado a otro como perra que se seca: un ir y venir (y volver) de cabellos rojos y retazos babeados de slip. Sí, Dana, hermosa fue la precisión con la que lamías cada relieve de mi firme intimidad. Pija contra boca. Boca contra pija. Tú sonabas gutural y esponjosa. Yo miraba con admiración tus celestes ojos que afelinados me miraban. Comprendía cada uno de tus salvajes y ansiosos movimientos, tu espalda que serpenteaba jugando a la montaña rusa. Sí, Dana, pobre de mí, retorciéndome como apaleada serpiente. Sería necesario que venga Henry Miller, que explique este pantano gatillando su reventada máquina de escribir.


3


Diez y media de la mañana, lleno estas páginas entre bocanadas de cigarrillo y mates amargos, mirando cómo mi gata se empeña en destrozar el sofá. Al escuchar sus arañazos pienso nuevamente en las sagradas escrituras que Dana me dejó en la espalda. Hermosa esta forma de matarme, esta despreocupada manera de morir, suicidamente satisfecho con cada una de las palabras que me retratan. Flash tras flash me voy vaciando para penetrar en estas “váginas” cotidianas. Alejandra Pizarnik ha escrito que “pero luego una quiere volver a entrar en esa maldita concha, después de haber intentado nacerse sola sacando mi cabeza por mi útero”. Por lo tanto llega la cuestión de la paz, la cuestión de hallar el sitio que nos pertenece, la cuestión de sentirse seguro. En fin, el útero es la cuestión: primera cosa que perdemos, con todas sus cualidades.


Y ya que abriste las piernas podrías tener la delicadeza de escupir tu magnífico acceso. De par en par se hallaba nuestra genital carnicería. Dame de comer le dije y mis manos como que trenzáronse de prepo, fueron corsé de su finísima cintura. Dame de coger y separa las nalgas, tensa los músculos y pon las manos en la pared, date un toque eléctrico y muérdete el labio inferior. Dana, recíbeme hasta la boca del útero, es neuronal el glande envaginado de nuestras voluptuosas inteligencias. Stop. (...)


miércoles, 9 de septiembre de 2009

LOS OTROS SON DEMASIADOS



Dicen que fornicamos demasiado, que nos gusta escribir

hasta el alba y dormir como gángters y que somos

indignos de pasar por la vida.

CÉSAR CALVO



Disfrazado de vulgar adjetivo, untándome en los versos cual pasta voluptuosa. Dicen

que erotizo el proceso y que

al final de la noche reniego

de los absurdos resultados.


Las hélices de mi giro aprendieron a rescatar los alientos que ya nadie respira, los que

perdieron su sentido en las movedizas

arenas de la inteligencia, los que ya

nadie usa por miedo al ridículo o al

fracaso.


Dicen que mis musas me cobran sus servicios a la hora del alba, que escribo todo el tiempo y que si algo hace la literatura es solamente interrumpirme.


Dicen que colecciono mis fantasmas, que los conservo dulcemente en frascos con alcohol. Suelen murmurar que humeo demasiado para ser tan poco fuego, que mi crepitar es una verborragia menos entendible que el jazz. Según ellos la escritura se da en mí como una enfermedad, como el miedo a la muerte: apenas una forma compulsiva de registrar mi existencia.


Según ellos hay que tener razones para escribir y no buscar razones en lo ya escrito. Quizás tengan razón y quizás no. Si yo tuviera la razón no sería poeta y ni siquiera en esto tengo razón. La parte que más me gusta de mí es la parte que menos entiendo. Lo único que sé es que prefiero pagar con mi vida antes que renunciar a este estilo de muerte.