miércoles, 16 de septiembre de 2009

AUTOPSIA DE UN RELATO (PRIMERA PARTE)


1


Antes que nada la penumbra vespertina de la habitación. Después quizás la noche, el ojo lácteo de la luna abismándome hacia el vacío que soy y que me nombra. Por ahora digamos que las mismas sábanas arrugadas, elocuentes pliegues en donde se adivinan escombros orgánicos, el pesado volumen de piernas difuntas con medias en red. Hay un televisor que continúa inútilmente encendido.


Lo que importa ahora es el cerebro a la intemperie, un viscoso aparataje con el peso insomne de la angustia. Dicha importancia sufre el abrazo ceñido de un epiléptico alambre de púas. Entonces una médica palmada en las nalgas, el debut de un llanto sanguíneo y a vivir, así de simple, flujo tras flujo, intentando el sólido de ser lo que se debe. Pero ya se sabe que el espejo siempre termina por ser psicológico, chorreamos demasiado y atrás los intentos.


Sucede que mi cuerpo desnudo sigue en la cama, sobre el colchón que respirando con dificultad se adapta a mis temblores. Su crujiente goma-espuma parece resistirse a la estética bohemia de mi abandono.


Apenas hemos asistido a las migajas del bocado, al continuo ronroneo de estas mínimas tragedias. Dentro de una hora ya habrá pasado la hora mencionada. Habrá más. Quedará menos. Pero sería necesario el infinito para que los pies del ahorcado dejen de balancearse. Y excepto alguna que otra palabra acá no pasa nada. Yo soy todo acontecimiento.


2


Sí, hermoso tu pelo cayendo sobre tu pálido rostro, espermatozoides capilares que te daban una atmósfera de film francés. Sí, Dana, hermosa esta noche en la que entraste a mi cuarto gateando, arrastrando con tierna pereza cada gramo de tu lujuria. El constante susurro del televisor era apenas la música de fondo para tu afilada voz de arpa: tus tensas cuerdas vocales me exigían la más salvaje de las cópulas. Quiero que me cojas habías dicho trepándote a mi cama, empezando a olfatear mis tobillos, recorriendo cada tanto los dedos de mis pies con tu delicada lengua curiosa. Lentamente subías. Poco a poco subías. La parte interna de mi muslo izquierdo se estremeció al sentir el roce de tu boca, esos labios húmedos de niña en éxtasis. Entonces me arrancaste el calzoncillo con la animal ferocidad de tus dientes. Entonces agitaste la cabeza de un lado a otro como perra que se seca: un ir y venir (y volver) de cabellos rojos y retazos babeados de slip. Sí, Dana, hermosa fue la precisión con la que lamías cada relieve de mi firme intimidad. Pija contra boca. Boca contra pija. Tú sonabas gutural y esponjosa. Yo miraba con admiración tus celestes ojos que afelinados me miraban. Comprendía cada uno de tus salvajes y ansiosos movimientos, tu espalda que serpenteaba jugando a la montaña rusa. Sí, Dana, pobre de mí, retorciéndome como apaleada serpiente. Sería necesario que venga Henry Miller, que explique este pantano gatillando su reventada máquina de escribir.


3


Diez y media de la mañana, lleno estas páginas entre bocanadas de cigarrillo y mates amargos, mirando cómo mi gata se empeña en destrozar el sofá. Al escuchar sus arañazos pienso nuevamente en las sagradas escrituras que Dana me dejó en la espalda. Hermosa esta forma de matarme, esta despreocupada manera de morir, suicidamente satisfecho con cada una de las palabras que me retratan. Flash tras flash me voy vaciando para penetrar en estas “váginas” cotidianas. Alejandra Pizarnik ha escrito que “pero luego una quiere volver a entrar en esa maldita concha, después de haber intentado nacerse sola sacando mi cabeza por mi útero”. Por lo tanto llega la cuestión de la paz, la cuestión de hallar el sitio que nos pertenece, la cuestión de sentirse seguro. En fin, el útero es la cuestión: primera cosa que perdemos, con todas sus cualidades.


Y ya que abriste las piernas podrías tener la delicadeza de escupir tu magnífico acceso. De par en par se hallaba nuestra genital carnicería. Dame de comer le dije y mis manos como que trenzáronse de prepo, fueron corsé de su finísima cintura. Dame de coger y separa las nalgas, tensa los músculos y pon las manos en la pared, date un toque eléctrico y muérdete el labio inferior. Dana, recíbeme hasta la boca del útero, es neuronal el glande envaginado de nuestras voluptuosas inteligencias. Stop. (...)


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