En la escuela aprendí a levantar la pollera de las chicas que se agachaban a atarse los cordones. También aprendí que los baños son el lugar más seguro para fumar alejado de la molesta vigilancia de los preceptores. En la escuela aprendí a beber petacas de whisky con bombillita ocultándome detrás de sus enormes y aburridos manuales. También aprendí a tirar mi corbata sobre el hombro para salir corriendo de la clase a vomitar en el primer rincón desolado que encuentre. La escuela estaba a la vuelta de los bares y también aprendí a pasear borracho de madrugada rompiendo a piedrazos las ventanas de todas las aulas. Qué bien se sentía ser un vándalo hijo de re mil puta que se cagaba en la educación desperdiciando toda la inteligencia que todavía me sobra. En la escuela aprendí a robar cafeteras y radiograbadores entrando a la noche con amigos y dejando todas las botellas rotas sobre el charco apestoso de nuestras meadas. En la escuela aprendí que si me dejaba de bañar, me dejaba el pelo largo, cultivaba piojos en mi cabeza y me vestía como un vagabundo la gente deja de interesarse y por fin y gracias a dios te dejan en paz. También en la escuela aprendí a escaparme de la escuela para ir a la biblioteca y robarme toda la buena literatura sabiendo que ni se darían cuenta. Sin embargo no me fue tan mal y a los diecisiete años me dieron un diploma que decía que sabía todo eso que a fuerza de locura ya había olvidado. En la escuela aprendí que yo no me parecía a nadie de los que iban a la escuela. En la escuela aprendí que esa es la diferencia que hay que cultivar para crecer como individuos. En la escuela aprendí que los mejores poetas muchas veces son los peores estudiantes. También aprendí a creerme este tipo de estupideces. Siempre hay que justificar el caos con algún mimo al ego. En la escuela aprendí a volverme loco. Gracias, desde el fondo de mi laguna educativa, muchas gracias. En la escuela aprendí a ser autodidacta.
El miedo es algo triste y solitario. El miedo es una pared de posibles riesgos que imposibilita la posible posibilidad de arriesgarnos por lo que realmente queremos. ¿Y qué mierda es lo que realmente queremos? se preguntarán ustedes. Bueno, me es imposible obtener esa información, como diría algún libro pija de autoayuda, es algo que tienen que descubrir ustedes mismos mediante un largo camino de meditación o mirando a fondo la sonrisa de los niños. En mi caso se trata de mantener un clímax simultáneo de los sentidos, y cuando llegue el día y la hora, entregarme a la resolución de ese orgasmo y entrar en la muerte con los ojos cargados de éxtasis y curiosidad. Pero todos somos distintos. Y a veces creo (así como también lo creen millones de personas) que yo soy la maldita excepción de la regla.
Cuando sea grande quiero ser un niño. Tengo un útero mental de mundos fantásticos. Cuando sea grande quiero ser un niño. Y está bueno serlo como grande porque podemos hacer todas esas cosas que antes nos prohibían. Podemos mirar televisión toda la madrugada dándole duro al helado de chocolate con una cuchara sopera. Podemos pasearnos desnudos por la casa escuchando música a todo volumen. Podemos llamar a una de esas mejores mejores amigas y entregarnos sin moral y sin límite a realizar actos de carnalidad desenfrenada. O de lo contrario siempre está la pornografía globalizada de Internet para masturbarnos largo y tendido mirando mujeres de todas las razas, que hablan todos los idiomas y tienen todas las culturas. Podemos jugar con fuego y correr con largas y afiladas tijeras. Podemos reventarnos todos los sábados. También los domingos. A veces el viernes. O directamente nos reventamos todos los días. Otra cosa al parecer demasiado cool es poner en juego nuestra vida haciendo un uso completamente irresponsable de sustancias completamente peligrosas. Todo esto claro si somos lo suficientemente inteligentes como para evitar ciertas responsabilidades innecesarias. Todo esto claro si estamos lo suficientemente locos como para que esta locura no nos distraiga de nuestro inamovible objetivo de conseguir una locura todavía mejor. Todo esto claro si tenés los huevos o los ovarios bien puestos.
Deseo enormemente devolverle al arte esa espontánea desfachatez, esa locura innecesariamente excesiva, ese gracioso y oportuno sin sentido, esa pasión casi suicida por la vida, esa eufórica impulsividad de destruirme dibujando estos símbolos en apariencia inocentes. Deseo tan pero tan enormemente las cosas que me siento un ser pequeñito sacudido todo el tiempo por la violencia de sus deseos. Y pensar que hay tanta gente apagada, tanta gente cruelmente adaptada a los mecanismos del mundo, tanta gente que cree comunicarse con los demás cuando lo único que hacen es repetir el molde de la misma conversación que venimos trayendo hace siglos en la genética simbólica de nuestra herencia cultural. Pero gracias a dios me queda la suficiente cordura como para romper sillas contra la pared. Pero gracias a dios me queda la suficiente cordura como para romper a cabezazos todos los vidrios de todas mis ventanas. Pero gracias a dios me queda la suficiente cordura como para decidir de forma lógica, lúcida y objetiva la destrucción completa de la misma.
Todavía sigo acá, interpretando la parte física del poema, esa parte que ustedes no ven. Es la parte en la que bailo como un cocainómano de movimientos bruscos. Es la parte en la que me masturbo pensando en desiertos con dunas y dunas que forman mujeres gigantes. Es la parte en la que subo el volumen del garage rock o del jazz o de la última mierda pop que esté escuchando. Es la parte en la que doy una onda bocanada y me visto con esa paz interior que echa a la puta basura tus años de yoga. Es la parte en la que me cago de risa de mí mismo, lloro, pataleo, me muero y reencarno y digo basta.
Ana retrata la espontaneidad recreativa de sus sentimientos. Ana se desangra en los lienzos porque la pintura ya es parte de su sangre. Yo me amo y hago lo que quiero, dice por ahí, un discurso vertical tan liviano que al leerlo parece balancearse como el hilo de un globo que se nos escapa.
Y después las manos.
Siempre las manos.
Herramientas perfectas
tanto en lo práctico
como en lo expresivo.
Solitarias manos que se adaptaron a una desesperación sumisa. Ni siquiera se sabe muy bien si están pidiendo ayuda o diciendo presente. La única certeza es que los mediocres no cosechan rosas por temor a las espinas. Y es por eso que alguien apoyó un sucio vaso de sangre en el extremo superior izquierdo, el mismo lugar del corazón. Y es por eso que aquellas solitarias flores infantiles me producen una profunda ternura. Y es por eso que hay un verde y repetitivo llamado hacia la naturaleza propia del yo.
Doblado cual lánguido bandoneón de crema, gatillando sílabas sanguíneas que fruncen el paño y el catarro defecan. En el hondo fondo fofo de su rancia vagina tintinea la purísima estética del significante. Me diarreo en el tedioso cuello del cisne, salpícolo hasta tornarlo serpenteante vaquita lechera. Y entonces el descremado fluir de la poesía adelgaza en un plop al alfabetizado mono tras papel (o renglonados barrotes que liberan).
En el simulado costillar de las teclas o en las simuladas teclas del costillar: allí, agazapada y masturbándose en digital época, está la música deletreada que ensalivándonos nos unta un baile, baile que entendemos por el simple hecho de que no hay que entender el baile. ¿Agazapada y masturbándose? Oh, mamá... no sé cómo decirlo. Mamá, me... Mamá, me la...mataron, a la idea de dios digo. ¿Masturbándose? ¿dios lo ve todo? ¿El todo es ciego o es una cuestión de perspectiva? ¿Pornógrafo omnisciente? ¿Omnisexual en gallinero? ¿Emplumadas gallinas con corsé y delineado de ojos? Prefiero viajar en ómnibus, irme para quedarme, poner cara de vodka y doblarme cual bandoneón.
Recuerdo que una vez me fugué de casa, como un gas rebelde y tóxico, terriblemente afelpado en lana negra con matices de rock, forzado en mi chaleco de subego. Fui directamente al cementerio (altas horas de la madrugada) y recién cuando llegué a las ataúdicas generaciones supe el por qué de ese gesto tan ridículo y teatro. Todo fue para enginebrarme sobre la tumba (tumbado) de la evaporada erección paterna. Después me dormí ante la última escarcha eructada de la palabra útero. Sobre mí había un árbol que perdía sus hojas, impasible (oh viento culpable). Por lo tanto me vi a mí mismo como un árbol (entiéndase que no dije conmigo), perdiendo sílabas y llantos, risas y oscuras inteligencias: todo lo que, según dicen, me diferencia de los animales.
Mi actual ronroneo afelinado es fruto arenoso de mi yo plural violentamente rugido: ahora también podríamos hablar de nostalgia: concepto quizás encerrado en la figura del bandoneón. ¿Hacer interpretaciones en el mucilaginoso centro centrífugo del objeto a interpretar? Sería más apropiado pasar a otro plano, al siguiente peldaño. ¿Arriba o abajo? ¿Es posible encontrar un centro lógico que nos eleve a la caída? He caído más veces de las que he tropezado: lo que digo es que la falta de voluntad no es lo mismo que la voluntad de falta.
Adentro: un pobre yo que parpadea flash tras flash, inconsolablemente cegado por la espejosa soberbia de su propio nombre. Ausentes muslos que se separaban como lengua ágil de serpiente: el extremo, por supuesto, la punta, se entiende. Digamos que la llama me llama la tensión. Llamame llama: laten las cajas pectorales que atención le prestan al fuego, fogosa soberbia de su propio nombre mío: llamame para que la abrase y mi emparrillado olor gatille los dientes correctos. Al fin y al cabo de la última nota el bandoneón se oruga para rascar, con su estiramiento renovado, nuevos caminos.
No dudó ni un instante. En cuanto percibió el ritmo con que ella movía las caderas al caminar, inmediatamente resolvió seguirla, por supuesto manteniendo cierta distancia. Así caminaron durante cinco cuadras, él, cada tanto, disimulaba entretenerse mirando algún escaparate.
Entrando en la sexta cuadra, ella comenzó a sospechar que alguien la estaba siguiendo. Por un descuido, seguramente provocado por el susto, se metió en un callejón sin salida.
Al rato, él interrumpió su caminata en la entrada del callejón. Miró hacia todas direcciones y lentamente se fue perdiendo en la oscuridad.
Ella temblaba junto a un enorme tacho de basura. Mientras tanto, él se le acercaba tímidamente, tratando de expresar sus buenas intenciones.
Aproximó el hocico al ano de la hembra. Olfateó y supo, agitando la cola, que ella sería la madre de sus hijos.
Abandoné mi escondite sin hacer ni el más mínimo ruido. Salí del callejón y trepándome a un árbol subí hasta el techo de una casa de familia. Vi que una sombra de gato se deslizó por el tejado. Luego vi al propietario de dicha sombra, era gris, hermoso y de movimientos ágiles.
Me agazapé tras la chimenea y comencé a tomar nota. Con el gato fue lo mismo: no dudó ni un instante.
No llores por mí, Angelina. Prometo prepararte esos sanguchitos de lengua a la vinagreta que te gusta desayunar, con chocolatada, chorizos al dulce de leche y jugo de cebolla. No llores por mí, Angelina. Esta noche podemos hacer una orgía de drogas en la casa de un amigo dealer que le presto el auto su tío proxeneta que es cuñado de un director de cine que vaya si sabe sobre poner poesía visual en cada una de sus tomas. Eso sí, hay una escena de sexo pero no es la escena por la escena, es todo muy artístico, una escena que intenta expresar pornografía sucia cargada de enfoques morbosos que funcionan bajo una lasciva dialéctica desesperada. No llores por mí, Angelina. Lo estuve pensando y no, no tengo problemas en disfrazarme de caperucito rojo para hacer el amor contigo, ni de que nos bañemos en sangre de conejos negros escuchando música medieval. No llores por mí, Angelina. Por favor, yo hago todo lo que quieras, no hay nada que me parezca raro o desconocido. Y como dijo el Che, "Hasta hollywood, siempre".
Era la capital eléctrica del ánimo humectante, aquel luminoso espumeo de la humana envoltura, el sudor conyugal y transportable como bocanada de musculoso ronroneo, carnal y tibio como el licor. Nosotros sabíamos que la vida no es para vivirla, que debíamos ser espacio cómodo y liberal para que la vida nos viva. Nosotros sabíamos.
Las letras son como hormigas, hileras de hormigas bohemias, o haciendo uso de un tal Cortázar: hormigas-cronopios jugando a jugar que el juego no ha terminado. Sí, las letras son hileras de hormigas, pero lo difícil es cargar hojas en sus espaldas, indicarles un camino a seguir, hacerles creer ciegamente que El Gran Hormiguero existe. Es muy complicado despiojarlas del prejuicio (probablemente acertado) de que su andar esta basado sólo en su andar, de que su camino se va formando por la haraganería de no trepar esa rama o aquella piedra, cosas que siempre caen en el peor momento, cuando uno cree que por fin está apuntando hacia algún sitio. Hormigas, sí, hilerashilerashileras de hormigas caminando sin pausa, dirigiéndose confiadas hacia quién sabe dónde.
Pero dejemos de lado el tema de las hormigas que a su vez son letras que a su vez son hormigas que a su vez… Sucede que a veces me veo seducido por la facilidad de escribir de un solo tirón, aunque al final de la soga no haya más que un deshilachado extremo de soga. Uno se siente extremadamente defraudado, pero tal vez el encanto y la espontaneidad del tirón valga la pena. Sobre cosas como esta no se puede ser objetivo, cada uno es un método, una norma más que se pegotea en las normas fijas del juego general. La verdad, ni yo me lo creo.
Escribo como un perro pulguiento que le ladra a la noche. Latigazo de sangre enferma en las aguas tranquilas del sentido común. Un orgasmo explosivo en las polvorientas catedrales del cuerpo. Escribo porque me sobra el instinto y me falta la inteligencia. Entiéndase que no hablo de la verdadera inteligencia sino de esa domesticación intelectual que se usa para convencernos de cumplir un papel determinado hasta que la muerte nos separe y seamos lo suficientemente viejos para no poder disfrutar de todo lo que como idiotas hemos aportado. Ya sé que esa oración se hizo demasiado larga pero es la única forma de darle velocidad al texto sin dejarte pensar demasiado en los gusanitos sonrientes que cultivo en tu cabeza. Porque yo no te quiero mentir y es verdad que me resulta más fácil escribir desde el vértigo que sentadito en una biblioteca repleta de nerds que como mucho conseguirán un diploma y un trabajo aún más aburrido que sus propias vidas. Y no se vaya a creer que siempre tengo la razón porque si tuviera la razón me hubiese convertido en algo mucho más razonable que un improvisado poeta con esporádicos ataques de autoestima. Por eso escribo como si me estuviera masturbando, con los ojos entrecerrados y una semisonrisa de sátiro porcino, llenando mi cráneo de obscenidad y desesperación hasta que en todos los culos del planeta se despierte una inconsolable y oceánica hemorragia. Escribo porque escribir a veces me resulta lo más natural del mundo. Escribo porque de lo contrario siento que me falta el aire. Entonces lo que sucede es puro y simple instinto de supervivencia: no me quiero asfixiar ya que es muy probable que muerto y morado y mosqueando no pueda escribir un carajo. Escribo como un perro pulguiento que le ladra a la noche. Y cuando al fin amanece me paso el día lamiéndome las pelotas y mostrándole mis dientes espumosos a quien sea que quiera robarme este hueso que por ahora llamaremos poesía.
Me cago en tu mal fingida angustia existencial y en tus putos poemitas de amor que se repiten a sí mismos con una lógica de espejo frente a espejo. Me cago en tu patética búsqueda de un mundo mejor, en todo tu mal cogido compromiso social y en esa estúpida pose egoísta de hacerse el buenito. Me cago en la falsedad domesticada de la gente que no se hace cargo de lo que es: materia orgánica en descomposición, culitos rotos de continuas y febriles imposiciones sociales, monstruos de armario que ya no asustan a nadie. Me cago porque no hay nada más poético que cagarse, abrir bien el ojete, hacer fuerza hasta que nos lagrimeen los ojitos y seguir acumulando mierda sobre mierda sobre mierda. Me cago en dios y en medio mundo, especialmente en medio mundo porque no me gusta cagarme en fantasías infantiles de pobres pelotudos sin cerebro. Me cago a chorros salpicándote la cara porque la porquería con que nos alimenta el mundo realmente me enferma. Me cago en todos los demás tan sólo porque no puedo salir de mi culo para agacharme sumiso y cagarme en mí mismo. Me cago en todas las academias y en todas las teorías literarias porque soy un poeta de verdad y sé que la poesía termina en el preciso momento en que se la quiere explicar. Me cago en el medio de la plaza porque si algo sobra en el mundo son lugares para esconder la mierda doblemente mierda de gente que se alimenta con mierda. Me cago porque sí aunque esta falta de razones haga temblar de miedo a las psicólogas rubiecitas que no encontraron nada mejor que hacer con la platita de sus padres. Y no es que me cago por ser un cagón sino que me cago porque me animo a la caca y soy un mártir excremencial de la honestidad bruta. Me cago porque siempre que escribo, he aquí el ejemplo, termino yéndome a la mierda. Me cago en la vida porque soy el último punk y no hay nada más heavy que cagarse muriendo. Me cago porque mandando todo a la mierda siempre me fue muy bien en la vida. Me cago en tu opinión negativa porque irónicamente todo esto que escribo está muy lejos de ser una cagada. Me cago porque cagando soy feliz. ¿Alguien me puede decir dónde mierda dejaron el papel higiénico?
de esas volcánicas palabras. Ya en pañales fui un filósofo poniendo en duda las limitadas representaciones que mi conciencia hacia de la realidad si es que tal cosa existe fuera del sujeto y no se trata sólo de una subjetiva construcción sensible.
Jugaba con la seriedad de un adulto
haciendo uso de una dilatada imaginación
que constantemente
se cuestionaba a sí misma.
Sospecharme producto de una conciencia omnipresente me parecía tan inútil como intentar el enojo de la vida vegetal que nos rodea. Inmediatamente
resolví expulsar esa cuestión
del conjunto de mis preocupaciones.
Había cosas más interesantes
como explorar mi cuerpo
función por función
hasta descubrir los puentes que unen sus partes.
Publiqué obscenidades en la hendidura vaginal de mi cráneo y supe equilibrar dos procesos paralelos dejando implícito el resultado. La intención racional abdicó de su azul y los glóbulos tintos se aferraron al valor simbólico. Las palabras incendiaron sus vestiduras con sonoras intenciones de corporalidad. Por lo tanto yo era el otro que me nombraba mientras el lenguaje y sus venosas raíces me aniquilaban sombra a sombra, me vaciaban con cucharas espejadas obligándome a la certeza visual de mi anulación.