domingo, 29 de agosto de 2010

INTEMPERIE DEL SENTIDO (CAPÍTULO 8)


Y también están las otras. Superficie y superficie. Mujeres flojas de dudosa moralidad y hombres que se acomodan la corbata. La lluvia cae y los autos bostezan regalándonos sus oscuros vapores. Llega la hora en que los bares pestañean, la misma hora en la que los artistas prostituyen con gozo lo esencial de su arte. Es como si llegara el tiempo de penetrar y ampliar las explosiones una vez que estemos dentro. Hacerlo sin temor a la velocidad y al sin-sentido. Basta de pudores. El sentido es espejo en sí mismo. El sentido se hace espuma y esa espuma es el sentido renovado. A veces creo que ya no tengo nada que escribir. Pero siempre aparece una abertura, una herida que se alarga sin cansancio, un agudo gemido que se prolonga. Todo se desprende de mí con un fluir casi sexual: rumores confusos, sórdidas imágenes, alucinaciones cruentas, fogonazos de historias y escenarios vacíos. Creo que ya no tengo nada que escribir hasta el momento en que lo escribo.


Preguntar el significado de las expresiones es de mala educación. Al preguntarle a alguien el significado de sus frases le estamos pidiendo que destruya todo el arte de las mismas. Las cosas casi siempre terminan por autodestruirse. Las serpientes se muerden la cola. Los hombres se preguntan la razón de su existencia. Los objetos eléctricos se enchufan a sí mismos y todo esto quizás nos lleve a explotar en la repetición del mismo vacío.


Basta de masturbarnos con ideas obscenas, con discursos impronunciables que se mantienen en secreto por miedo al ridículo. Hay que abrir los poros del monstruo experimental que nos habita. Todo es experiencia y experimento. Eyaculemos de una vez los rasgos más íntimos de nuestra persona. Seamos explícitos con nuevas formas, técnicas y contenidos. A veces mostrando la confusión con detalles confusos. A veces depositando la potencia de la claridad sin el más mínimo miedo a la ceguera. Escribir toda la noche. Quizás todo este circo se trate simplemente de eso: un espasmódico llanto de sangre, la idea de aflojar los lazos y dejar que el fluido se libere. Nos entregamos a la sombra de nuestro refugio, tímidos cobardes que narran su excéntrica valentía. Espontaneidad y delirio. Ir a la misma velocidad del vértigo que tanto caracteriza a nuestro arte. Prefiero pagar con la vida antes que renunciar a este estilo de muerte. Ya van cayendo las últimas gotas pero mañana será otro día. Hoy no tengo vino ni cigarrillos. Sólo este cuaderno, una lapicera y la luminosa compañía de la luna: ojo lácteo que se aprende mis acrobacias. En cierto modo me hace recordar a Romina, a los interminables veranos que solíamos pasar en su cabaña, en el bosque o en las orillas de los lagos. Por aquellos momentos todo era unidad. No sé muy bien cómo explicarlo. Nos sentíamos como los primeros seres humanos en tocar la tierra. Flojos silencios y libertades asexuadas, sordas estupideces de fango estructurado. Siento que frutas y flores salen de mi cabeza, que aterrizo en mi propio cuerpo, que estoy al borde del olvido. Solíamos correr desnudos por el bosque, beber cauces de vino bajo los árboles y humear como el primer incendio. Cuando Romina me besaba en los labios sentía el gusto de aquella célebre manzana. Romina abría las piernas y un dulce aroma (que tenía mucho de aliento) se adueñaba de toda la intemperie. Entonces comenzaba a acariciar sus muslos, apretándolos un poco, como probando su resistencia. Éramos bandoneones lejanos, bemoles rotos que se encontraban en la misma destrucción.


“¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?” se preguntaba un tal Carver. Yo me pregunto lo siguiente: ¿Qué amamos cuando amamos el habla?


Agarré el tallo con espinas y la flor comenzó a sangrar. Así de fuerte es la pasión de los artistas. Y así de poética es su debilidad.







lunes, 23 de agosto de 2010

INTEMPERIE DEL SENTIDO (CAPÍTULO 7)


Entrar en aquel club nocturno era como multiplicar de pronto la capacidad fantasmal de la noche. Los espesos ojos amarrillos de las luces parecían levitar sobre las mesas, y la barra se alargaba como esas rutas que se esfuerzan por ganar el horizonte. Y después los clichés estrictamente voluntarios: o sea ventiladores lentos, un mozo sin cara secando un vaso de whisky, la camarera sexy que anota su número de teléfono en una servilleta, y el borracho insoportable que desde el fondo de la barra pregunta a dónde queda el baño. Casi me olvido de las dos bailarinas semidesnudas que danzan sobre una plataforma, aferrándose a esos caños cromados que en la mayoría de los casos desentonan con el ambiente.


Los tacos de Malena comenzaron a sonar hasta que fueron interrumpidos por una banqueta que se arrastró hacia ella y por uno de sus codos apoyándose en la barra. “La engañosa simetría del espejo”, pensó sin saber muy bien por qué. “La engañosa simetría del espejo”, volvió a pensar, aún desconociendo el verdadero significado de aquella frase que hasta ese momento era una frase que simplemente sonaba bien. Pero de pronto se dio cuenta y murmuró “La engañosa simetría del espejo: del otro lado nunca nada es igual”. De todos modos la profundidad ya comenzaba a tornarse superficie, y todo aquello era algo tan estúpido, y todo aquello ya parecía algo que simplemente sonaba bien. Quizás demasiado bien para la saturación apagada de sus agudos sentidos. Pero para qué tanta simetría y tantos espejos, ya era hora de embarrarse, de ser real en holograma, de ser real en un mundo tan fantástico como pegajoso.


-¿Qué se va a servir, señorita? –preguntó el camarero.

- Vodka con limón –le respondió Malena, mientras metía la mano en el bolso en busca de los cigarrillos.


Malena era la enfermera roja. Malena entre humos esperando a su ingenua compañera de trabajo. Malena era el vestido ajustado de los suburbios lluviosos. Los blancos pasillos de los hospitales la agobiaban. Solía mirarse el guardapolvo del mismo color y se creía parte de ese continuo sufrimiento. Las esquirlas de la esperanza le lastimaban las manos. Sangre. Deseaba ofrecer algo y en ese mismo momento se convertía en la enfermera roja, la malvada, la cualquiera que se mete en callejones para embriagarse. Quizás algún día las piezas se encarguen de formar la imagen. Quizás algún día las razones dejen de enfermarse. El punto es que ya no se podía seguir así, los rostros de sus enfermos le hacían recordar los bordes de aquel amor rodeado de vacíos, le hacían recordar la mirada de aquel muchacho, la aterradora intemperie de esa mirada.


Y Fabiana continuaba ausente, se hacía esperar, instalaba el ansioso vacío de su falsa presencia. Indiferente y despreocupada, sus ojos anochecieron sin esperanzas de que apareciera su compañera. Un óleo nocturno tan suicida como caníbal. Lo mejor sería terminar con lo que había empezado, seguir bebiendo hasta que el olvido deje caer sus pesadas gotas de lodo.


Fabiana había comenzado a trabajar como enfermera gracias a la ayuda de Malena, que ya estaba habituada al ambiente y conocía a más de un doctor en ese hospital. Fabiana era la típica adolescente aficionada a la música electrónica y a cualquier tipo de estudio que se relacione con lo artístico. Había secretos, por supuesto, oscuros secretos que la embarraban sensualmente, haciéndola jugar con fango para formar su propio mundo, a veces melancólico y bohemio, a veces apasionado y libre. Como siempre había excepciones y tropiezos, las alas de Fabiana solían ser bastante torpes, chocaban con los barrotes de la jaula o de lo contrario le tiraban viento en contra. La blancura de su tez y la alineación felina de sus ojos claros le daban una apariencia europea que le acercaba varios hombres y la enemistaba con varias mujeres. Realmente una lástima si consideramos su lesbianismo y la forma extrovertida de vivir su condición. Ella veía en el lesbianismo la simetría y perfecta duplicación de la belleza, una constante dilatación que abarcaba todos los planos del color y la forma. La engañosa simetría del espejo para ella no tenía nada de engañosa. Todo lo contrario, para ella la simetría del espejo era profundamente verdadera. Era maravilloso ver el uso que ella hacía de esas falsas ventanas. Se pasaba horas frente al espejo, dándole forma a su espesa cabellera, contemplando la femineidad de sus ojos somnolientos. El lado oscuro de la luna revelándose con los breves fogonazos de un idioma tan literario como corpóreo. Tenía la manía o el hobby neurótico de leer y releer cuanto libro de medicina caiga en sus manos: era una forma un tanto caníbal de amarse a sí misma, la introspección desde un plano visceral.


Los espejos están en todas partes, ocupan espacio como el agua que se derrocha, reyes omnipresentes de la jungla urbana, extrañando siglo tras siglo el jardín vaginal de Alicia. Son la falsedad de las ventanas, la ilusión óptica que nos mantiene en la monotonía de la superficie. Reclamamos la ruptura pero la cuestión es difícil: esquirlas de rostro ante la soberbia fortaleza del reflejo. Antifaces y guantes blancos, caricaturas grotescas y gestos incongruentes, el absurdo de alto voltaje y la demencia a flor de piel. Fabiana se aprontaba para encontrarse con Malena, se maquillaba lentamente, poniendo cuidado en los más mínimos detalles, tratándose como si fuera de porcelana. Fue entonces cuando sonó la puerta, sorprendiéndola y haciendo que el lápiz labial doble en la dirección equivocada. Terrible error. Eso la haría demorar al menos otros diez minutos. Cuando Fabiana abrió la puerta no pudo creer lo que vio, su rostro empalideció de pronto y una lágrima recorrió su mejilla, haciendo que el delineado de un ojo forme una oscura rajadura en su rostro de porcelana. La bella princesa ahora se transformaba en una criatura grotesca. La alfombra roja mostraba su revés negro. Fabiana tenía el gesto de un absurdo cuadro expresionista. Alguien había removido el óleo de un manotazo indiferente. El sufrimiento se dilata en todos los planos posibles. La melancolía inserta sus ásperas raíces en los corazones afinados como arpas. Doblada cual bandoneón, Fabiana no supo qué hacer y optó por abrazarse con un gesto chaleco de fuerza. Era como si reclamara su propio cuerpo. Y después retrocedió un poco, lentamente. Frente a ella estaba el terror. Un terror que reclamaba su producto sexual. Un terror que la empujó violentamente hacia la cama. Un terror que rompió de un puñetazo su preciado espejo: símbolo de su lésbico narcisismo. Sí, un terror que le cortó el cuello con un trozo triangular del espejo roto. Ahora también ella era la enfermera roja, un rojo espeso en plena fuga, un rojo que era sangre y auxilio.


Los espejos están en todas partes y nunca esconden los dientes. Tu propia imagen puede destruirte. La belleza se te puede volver en contra. Qué pena morir así: con ese gesto grotesco y tan mal maquillada. El proxeneta se sentó en el sofá, tomó un trozo del espejo y armó sobre él tres líneas de cocaína. Aspiró de forma frenética y se retiró tranquilo, acomodándose la corbata y quizás esforzándose para borrar el reciente recuerdo.







viernes, 20 de agosto de 2010

INTEMPERIE DEL SENTIDO (CAPÍTULO 6)


Es graciosa la forma en la que uno se va abrigando con vicios y destrucciones que perforan los huesos, que perforan hasta lo más íntimo de nuestras funciones. Todas las noches salgo a la calle vestido de anestesia gracias al vino más barato del mercado, gracias a todos los humos tóxicos que me muerden el respiro. Semejante nivel de intoxicación me mantiene en un estado de afiebrada somnolencia. Soy Alicia en el país de las maravillas. Soy un monstruo en un tímido país de niños. Entonces voy directamente, aunque doblado cual bandoneón, a una plaza cercana que siempre está repleta de vagabundos y prostitutas. Hablar con este tipo de personas me resulta estimulante porque no tienen nada y no esperan tener algo, son lenguaje en estado puro, personifican la literatura forzada de un fracaso gigante. Soy un fotógrafo de estados anímicos vagando por las calles de Paraná, aprendiendo que todo es una excusa luminosa para una suerte de nada oscura.


Se tendría que hablar de una especie de suicidio general. Marcar la diferencia entre suicidas activos y suicidas pasivos. Por eso nunca sé la exactitud significativa de mi fecal discurso. Me he alejado de la teoría para caer en una práctica teórica que crea bordes y abismos ante cualquier asomo de solución. Todo esto sería un gran contenido metafísico para colocarlo en un contexto de personajes al mejor estilo Cortázar. ¿De qué estoy hablando? No tengo ni la más pálida idea.


El organismo se torna un jardín viscoso de funciones saturadas, huracanados pétalos de irregularidades metafísicas. Pasamos como si nada de solemnes meditaciones novelescas a la excitante y vulgar espuma de un alcoholismo premeditado. Nos resulta imposible decir que no: la vida separa las piernas con un aleteo de abanico, vemos la esponja de su guiño vaginal y nos bloqueamos como torpes marionetas ante la bestialidad de su afecto.



La arena del respiro entregando su electricidad, una hepática puñalada que apenas murmura los clavos del ataúd. Y así nos convencíamos de nuestra locura, le poníamos nombres insoportablemente falsos, tratábamos de hacerla importante. Pero todo nos terminaba resultando disfraz, máscara que resta y nunca suma. Los días eran pieles que nos alejaban de nosotros mismos. Cada caricia era acariciar al mismo y reconocido extraño que nunca podíamos acariciar. Era raro porque era algo de todos los días, porque algo no puede ser de todos los días así como todos los días no pueden reducirse a ser solamente algo. La trampa del lenguaje, ahí estábamos, sangrando como torpes animales, mordiéndonos al borde del beso mientras el mundo era respuesta en estado puro. Ninguna pregunta.


-Tantas vueltas de tuerca –dijo Malena.

-Y eso que nos faltan unos cuantos tornillos –le respondí.







jueves, 19 de agosto de 2010

INTEMPERIE DEL SENTIDO (CAPÍTULO 5)


Es extraño darse cuenta de que uno duerme cada vez menos. También es extraño que a pesar de que el tiempo se reduce uno sueña cada día sueños más largos y complejos. A veces, en ciertos momentos de la madrugada, la realidad se me mezcla con el sueño y el sueño de pronto parece “realizarse”. Ahí es cuando despierto de nuevo, elevado hasta la fiebre por una desesperación autómata, un insecto que sigiloso recorre mi psicología. Las puertas se abren rompiéndose a si mismas, y una vez abiertas no hay forma de clausurar los cauces de luz o sombra, según los casos. Siempre se ha dicho que todo dios es inmortal. Por eso, para vivir como un dios es estrictamente necesario que no te importe morir. Debés eliminar por completo la noción de muerte, o en el caso de tenerla, ya no debes asociarla a ninguna de las razas del miedo.


La noche, oscuramente azulada, caía sobre nosotros semejante a una espesa pincelada de Van Gogh. Nuestros cuerpos, automáticos y feroces, se encauzaban despacio hacia la plaza principal del pueblo. Era el frío y el invierno. Era el gris de la angustia empapando nuestros corazones. Entrábamos los cuatro, aunque un poco apretados, en aquel horrible y mal cuidado banco rojo. Esta situación, que nos hubiese resultado incómoda bajo la luz de otro clima, nos ayudaba a soportar aquel frío metálico que mordía nuestros huesos. Y hablando de huesos hay ciertas vértebras que duelen. Realmente desconozco la causa, pero es un hecho que la mayoría de los escritores realizan sus obras en posiciones incómodas. Y como ya habrán notado, adoro las innumerables ramas del árbol. Adoro esos esqueletos quejumbrosos que parecen buscar el cielo. Y las raíces de la pasión ya tantean el pecado, la perversa hospitalidad del infierno.


-Mirá la iglesia –murmuró Malena, tocándome el rostro como un ciego que intenta reconocer a su enemigo mientras siente el frío metálico del revólver. Era el invierno y el frío, aquel frío metálico que mordía nuestros huesos.

-Qué pasa con la iglesia? –le dije, arrancándome la máscara de sus heladas manos, al mismo tiempo que abría la petaca de licor y empezaba a beber flores, primaveras y odiosos recuerdos de la infancia. Quizás este sea el camino, “paso a pozo” como decía Oliverio Girondo. Todavía lo sigue diciendo.


La idea de Malena era entrar a la iglesia y subir hasta el alto campanario, desde donde podríamos ver por un lado los techos de las casas y por el otro la línea femenina del horizonte. A esas horas de la noche la iglesia estaba cerrada, frígida y a oscuras como casi todas las instituciones. Debido a eso no tuvimos más opción que trepar a cierta virgen, pisando los inmóviles pliegues de su vestido, sujetándonos en sus hermosos pechos de piedra y así hasta poder saltar el muro que estaba ubicado detrás. Cualquier semejanza con la ficción es pura coincidencia. Caímos en una especie de patio-pasillo, haciendo malabares en el aire para que las botellas no se fuguen de nuestras manos. Después de orinar en las paredes escribiendo nuestros nombres, nos dedicamos a destruir la vida vegetal que tímidamente se asomaba desde los planteros.


-Dios tiene malos decoradores –dijo Valeria, examinando el color de los pétalos muertos, la forma vulgar de las macetas y los sectores sin revocar de los muros.

-Tenés razón –la siguió Malena, encendiendo un cigarrillo, completamente ensimismada y con la mirada perdida en la cruz final del campanario.

-Esto es de novela –dijo Roger.

-Es distinto –lo corregí en medio de un trago -, porque acá y ahora cualquier semejanza con la ficción es pura coincidencia. Algún día quizás me siente a escribir todo esto, cuando lo que pasa acá empiece a tener nostalgia de feto, cuando caiga por fin la primera oración.


Valeria y Malena comenzaron a aplaudir despacio, burlándose entre risas de mi breve discurso sobre la situación. Roger, sin embargo, se limitó a pasarme su enorme botella de vodka al ver que mi petaca ya estaba vacía. Una vez que nos aventuramos hacia el final del pasillo cada vez más angosto, encontramos una humilde puerta de madera, la puerta que nos llevaría hacia el tranquilo interior de la iglesia en penumbras. Entramos como pájaros bohemios que se asoman a la terrible nostalgia de la jaula, arrastrando los pasos, con los cigarrillos al borde de los labios, con las botellas colgando de nuestros brazos. Nos sentíamos como sombras y de pronto deseé adaptarme a los rincones, quedarme ahí como una alfombra hasta ser devorado por la boca solar del nuevo día. Lectura-collage con aprendizaje pasional a kilómetros de la razón. Fue entonces cuando nos desnudamos, un jazz de latidos inconexos, jadeantes como animales, ofreciéndonos a cualquiera que se digne de apreciar su creación. Y de pronto me parece escuchar la voz de Niestzsche, diciendo que “el hombre, en su orgullo, creó a dios a su imagen y semejanza”.


Entré al confesionario como quien calcula con el dedo la temperatura del agua. Malena me siguió por puro instinto, aspirando los leves colores de mi rastro, gateando desnuda y primitiva: animal y bebé al mismo tiempo. En aquella reducida cabina el pecado se había vuelto lenguaje, lenguaje que a su vez se había vuelto humedad de las paredes, humedad que se había vuelto dibujo: un singular dibujo surrealista que revelaba, de forma oscura, los inútiles manotazos de los eternos condenados. Seremos el infierno por culpa de lucir la pureza, por haber bautizado la felicidad con lágrimas, por apropiarnos destructivamente de la obra divina.


Recuerdo todo esto desde acá, tirado como un enfermo sobre la cama de escribir, mientras el cigarrillo humea en el cenicero. Me encuentro a solas con mi función, entregado a este cruento ballet cavernícola. Soy un arpa, el símbolo del dolor mudo, la electricidad orgánica que te impulsa a la carcajada o al suicidio. Y para colmo tengo que ver cómo mi gata se lame a sí misma. Su femeneidad es realmente increíble. En cierto sentido se podría decir que se parece a Malena. Ella siempre andaba de una forma felina. Siempre la luna, siempre la noche, siempre su equilibrio a pesar del alcohol y siempre su voz enternecedora: hablaba de tantas cosas que llegaba un punto en el cual todo se transformaba en un sensual y convincente ronroneo. Es maravilloso hacer las cosas en el espacio y en el tiempo en el que aflora el impulso. Por supuesto, Malena comenzó a subir la antiquísima y crujiente escalera que daba al campanario, a esa cima erecta tan anhelada por nuestra absurda rebeldía. Yo iba tras ella, asombrado por la agilidad de sus piernas elocuentes, por esa magnífica blancura en penumbras.


Siempre le grito a la misma intemperie y presiono el bemol de la anécdota. No sé por qué. Desconozco la causa. La pura verdad es que no hay razones para tener verdades puras. Pero siempre los bemoles y la distorsión, las cuerdas desafinadas y los vidrios rotos, las novelas que establecen la estabilidad de la mesa y la botella que hace sus veces de florero. La cuestión es que Malena abrió la mochila: sacamos nuestras ropas y las cuatro botellas de vino licorado que le habíamos robado al cura. Siempre nos resultó divertido hacer cosas divinas en las instituciones castradas del señor.







jueves, 12 de agosto de 2010

INTEMPERIE DEL SENTIDO (CAPÍTULO 4)


Y otra vez me veo echando raíces en la levitación tediosa de Feliciano, en su ajustada geometría de situaciones que se chocan. Siempre están allí los ojos impasibles de los mismos espacios, una burla constante que unta herrumbre sobre esta cadena de vaciados personajes, marionetas adiestradas a este circo demencial, marionetas que padecen la paradoja de no poder aportar ni una pizca de acrobacia. Es imposible encontrar alguna ambición que les muerda el alma, ni siquiera en el más remoto rincón de sus intestinos. Sus deseos se han visto sodomizados por la rutina vertiginosa de conseguir el pan. Como ha dicho por ahí Henry Miller: “el hecho de conseguir el pan se ha vuelto más importante que el hecho de comerlo”. Quizás esas no eran sus exactas palabras, pero ¿acaso hay lugar para la exactitud en el centrífugo fogonazo del lenguaje? Demasiado discurso para tan poca dedicación. Será mejor que de una vez por todas me vaya a la casa de Vanesa. En este momento me están esperando con un asado en la parrilla. Esa es la verdadera literatura, la que nos aproxima al ridículo bisturí de la existencia, una carnicería de lengueteos perforados. Casi como los magníficos lenguetazos con los que Vanesa me envolvía el falo, sacándole brillo, tragándoselo entero hasta que su naricita casi me tocaba el vientre, ensalivándolo de arriba abajo y después refregándoselo por la cara con los labios flojos. Todo eso mientras yo le acariciaba el esponjoso tajo que tiene entre las piernas, haciendo la tanga a un lado y metiéndole los dedos con el mismo entusiasmo de quien descubre un nuevo continente. Sus ahogados gemidos solían llegar a un clímax casi musical, mientras le temblaba todo el cuerpo, reducida como estaba a sus más bajos instintos, clavándome las uñas en las nalgas, lamiéndome el vientre y subiendo de a poco hasta llegar a mis labios. Siempre me gustaron las ninfómanas. En cuanto a Vanesa, sentía adoración por su forma desprejuiciada de ser puta, por su aniñada manera de ser insaciable: un embudo de placer apuntando hacia el vacío, escribiendo sus orgasmos múltiples en las paredes del cielo, la capilla sex-tina de los úteros afiebrados. Después se agachaba despacio, curvando la espalda y girando apenas la cabeza para fulminarme con sus ojos azules. Entonces se separaba las nalgas con una mano y metía la otra en el pote de vaselina que estaba siempre junto al whisky y los cigarrillos. Ya completamente lubricada, me agarraba el miembro y ella misma lo hacía rozar por las inmediaciones de su ano. Cuando su culo ya estaba abierto, rosado como una flor y frunciéndose como una boca hambrienta, colocaba la punta de mi sexo en el centro del agujero y ahí sólo bastaba con un empujón para llegar hasta sus mismísimas entrañas. Se mordía los labios suavemente, llevando mis manos hasta sus pechos y babeándose de placer, con la vagina toda empapada, frunciendo y abriendo el culo con un ritmo que me hacía pensar en enormes volcanes de semen. Mis manos eran bestias al borde de la locura, cavernícolas sucios golpeando las paredes de sus cuevas. Lo más dulce fue oír su voz pidiéndome que por favor no me olvide de su ya oceánico tajo. Inmediatamente hice el cambio de agujeros, desde el rústico ano hasta el beso estrecho de su vagina. Primero recorrí aquella espumosa hendidura apenas con la púrpura cabeza de mi falo, examinando cada uno de aquellos maravillosos pliegues, aquellos hermosos pétalos que se evaporaban bajo los humos del infierno.


Si pudiera los ahorcaría con mis propias venas. Pero son demasiados y estoy consumido por el vicio. Será mejor provocar ese efecto por medio de la escritura: escritura afilada rebanando tu presencia medular, rebanando mi instinto hasta por fin eyacularme sobre el ataúd.


Como no tenía nada que hacer me vine al Video Club a beber cerveza y a fumar, poniendo mi cerebro al servicio de la más improvisada fuga. Improvisación debería ser sinónimo de eficacia, pues en la improvisación no hay intermedios: la obra sale pésima o perfecta o no sale un carajo. Útero, por ejemplo. No sé por qué escribí útero y tampoco me importa. Quizás escribí útero para preguntarme por qué escribí útero y así tener una fornida oración que me dé pie para seguir. Intemperie del sentido. Tanto sentido que no podemos aferrarnos a nada en particular. Sería mejor tener un sentido del tamaño de una píldora, tragarla y dejar pasar la vida tranquilo, libre de estúpidas preguntas y de estúpidas especulaciones. Es increíble pero la cerveza mejora con cada trago. Lástima que tengo que ir a atender el telecentro: negocio de la familia. La buena noticia es que tengo un libro de James Joyce: A portrait of the artist as a young man. Versión original. Demasiado para mí. Podré entretenerme un buen rato si es que no viene demasiada gente.


Días de bohemia y de angustia existencial. Días enteros caminando sobre las calles de Paraná, metiéndome en todos los bares, haciendo el ridículo en algún cyber-café, explicando la importancia del dadaísmo mientras nadie se molesta en prestarme atención, bebiendo ginebra en algún restaurant del puerto, mientras miro hacia el río con los ojos pesados, deseando vaciarme de toda esta basura, deseando gritar que me duele hasta el aire que me rodea. Por supuesto que también suele haber felicidad. Pero es una felicidad extraña que va y viene con el ritmo musical de la brisa. Un estado similar al estado en que caigo después de haber hecho el amor: ese maravilloso instante de vacío, esa terrible certeza de la nada, todo junto y en ráfagas de silencio, sintiendo que acabo de eyacularme a mí mismo, una muerte con conciencia de su propio cadáver, el perfume de la lluvia y esos días de sol rojo.









miércoles, 4 de agosto de 2010

INTEMPERIE DEL SENTIDO (CAPÍTULO 3)


Soy el huésped más torpe de esta falsa construcción, de esta suerte de derrumbe a la inversa. Cierro los ojos. Te juro que cierro los ojos y es como si atrapara con los párpados toda la intemperie. Están obligándome a este perpetuo abrazo, a un chaleco de fuerza a veces metafórico pero siempre efectivo. Te juro que las paredes se aproximan poco a poco, enamoradas de su propia naturaleza, ansiosas del espacio en el que me siento disperso. Creo que ya lo dije pero vale la pena repetirlo. Y si la pena no vale lo que vale es la repetición, tratar de aproximarte, como si fueras la quinta pared, a esta huracanada intemperie del sentido.


Nos juntábamos en el bar Morris y era siempre la misma carnicería, los mismos cruces afilados del ánimo. Ellas cruzaban las piernas con despreocupación, regalándonos así el más bajo instinto, el erotismo elocuente del aroma vaginal. Aquellas noches eran siempre claras, como si la misma extravagancia de nuestro comportamiento se encargara de absorber cualquier oscuridad, cualquier tímido asomo de sombra. Por supuesto, los oscuros éramos nosotros, engalanados con nuestras ficciones de carne, a veces fingiendo la luz de los fáciles accesos y escapando del laberinto en los helicópteros del discurso. Había momentos en los que la complejidad por la complejidad nos excitaba, adornábamos las cosas hasta la desaparición absoluta del objeto adornado. En el mejor de los casos lográbamos embriagarnos. En el peor de los casos también: crápula tras crápula hasta lograr la cópula perfecta de los sentidos. De los sentidos la cópula en cierto sentido de imperfección asexuada, algo tan silencio y absurdo como esta misma oración. O quizás dos prostitutas cruzando las piernas frente a un par de delirantes con altura de barro.


De pronto Verónica sacó el último cigarrillo de su paquete y lo colocó entre los labios encendidos de Angélica, quien un poco sorprendida por el gesto de su compañera sólo atinó a reclamar “ahora el fuego”. Estábamos allí desde la diez de la noche, y fue a eso de la una y media que comenzamos a presentir la felicidad melancólica de nuestra bohemia: geográficamente reducida: unas cuantas cuadras para acá, unas cuantas cuadras para allá, así de ajustado nos quedaba el abrazo íntimo de nuestro pueblo: asfixiante intemperie de personajes singulares.


La situación era extraña. Todas las situaciones son extrañas desde mi anímico caleidoscopio. Todas las situaciones son desbordantemente absurdas y carentes de lógica. Desde el detalle de sus uñas horrorosamente pintadas de negro hasta nuestra deshilachada conversación sobre el incesto. No existe el sexo sin amor porque dar placer es un acto de amor. Etcétera. Angélica no aguantó más, estaba endiabladamente en celo. Se sacó el zapato, estiró la pierna por debajo de la mesa y comenzó a acariciarme con una agilidad digna de himnos. Inmediatamente tuve una erección. Después acaricié sus muslos y empecé a percibir explosiones volcánicas de imágenes sexuales. Duró poco, es verdad, pero de pronto la vida pareció tener sentido.


Náusea. No hay otra forma de decirlo: podrido en alma y en cuerpo, gusano retórico de mi cadáver. Pero Verónica y Angélica eran demasiado hermosas, con sus carnosos labios de puta, pasando la lengua sobre ellos después de beber su vino. El placer estaba intacto, y yo quería darle una pedrada, hacerlo añicos, corromperlo y después quizás cortarme las venas. Irme tibio y sustancioso. Simplemente. Ni razón ni funeral.


No alcanzamos a llegar a su habitación, ya en el ruidoso pasillo del hotel ellas comenzaron a mamar nuestros miembros como hembras atravesadas por el hambre, jactándose de su oficio con alguna que otra mirada secreta. Sabían poner caras de inocentes palomas. Una puta que no sabe poner cara de inocente paloma no puede considerarse puta. Y por fin ya estamos en el cuarto, apenas iluminados por cuatro velas rojas. Parecíamos hombres reducidos al instinto, cavernícolas en celo que se pasean desnudos por la intimidad de alguna cueva. Intimidad o intemperie, eso ya no nos importaba. Íbamos a coger de todos modos, ya sea en un cuarto de hotel o sobre un escenario, ya sea desnudos o disfrazados de lobos y caperucitas rojas. Por la ventana del cuarto se podía ver a los pocos transeúntes que pasaban, con las manos en los bolsillos, silbando la canción del verano, esa que escuchan los lisiados mentales, creyéndose muy modernos los pobres idiotas, amablemente adaptados a la vida, con sus trabajitos de medio tiempo y sus estudios de marketing, con sus reuniones familiares y sus noviecitas huecas felizmente embarazadas. Y sí, puede ser que esto sea el aullido de un pobre perdedor inadaptado. Yo desde mí y para siempre, clavado en la sangre de la luna, bebiéndome toda la estupidez que me rodea.


Y ahora vivo en una realidad oblicua, en una realidad saturada de humo, alcohol, lecturas literarias y masturbación psicológica. Y ahora que vivo así me siento capaz de nombrarte la quinta pared de mi encierro, una pared que a veces simula ventanas y puertas. Yo intento saltar y mover los picaportes, pero la fuga es falsa y de pronto me encuentro en una réplica del mismo cuarto. Así de una forma infinita: ad nauseam. Cada una de tus despedidas me atormenta, me sienta a escribir compulsivamente, me empuja hacia los sótanos de alguna pesadilla sustanciosa, rancia, a veces coagulada y con un gusto caníbal. Primero las madres y las hermanas. Después las amigas que nos besan en la mejilla. Después la primera novia y al final las prostitutas que lloran sobre nuestros hombros, bebiendo vodka y fumando con la mirada en el vacío.


Una música extraña, mezcla de jazz y de tango, recorría todos los rincones de la habitación. La imagen ganaría el primer premio en un concurso de fotografía: o sea un cigarrillo mal apagado en el cenicero, una copa vacía con manchas de lápiz labial en sus bordes y un preservativo usado sobre el lujo de la alfombra rosa. Verónica y Angélica estaban desnudas sobre la cama, acariciándose mutuamente, moldeando cada relieve de sus pronunciadas curvas. También se besaban en los labios: besos enormes que cada tanto abarcaban nariz, mentón y cuello. Mientras tanto, Roger y yo nos dedicábamos a contemplarlas al mismo tiempo que fumábamos y bebíamos sin respiro. Ya les habíamos hecho el amor y ahora invertíamos un poco más de nuestro dinero en el placer visual de un lésbico espectáculo. Así transcurría aquella noche, nuestro modo pasional de entregarnos a la nada, despreocupados del futuro, de la muerte y de todas esas idioteces planificadas para instalar el miedo y la frigidez creativa.


Salimos del hotel como a las cinco de la mañana. La luna era un débil coágulo lácteo recortando oscuridades. Ellas se quedaron en la habitación, envueltas en aquella penumbra rojiza, perfectamente desnudas, dulcemente abrazadas y profundamente dormidas. Mientras pateábamos piedras en la calle Roger me empezó a hablar de las prostitutas, me dijo que eran de Paraná, que hace bastante que las conocía y que a veces se entregaban sin pedir dinero a cambio. Ya casi se podría hablar de amistad y de favores sexuales. “Son unas golfas bohemias” murmuró cuando llegamos a su casa, mientras se sentaba en el sofá y luchaba con los fósforos para poder encender un cigarrillo. Al soltar el humo de la primera pitada se puso serio y agregó con tono ceremonial: “Pero son muy buenas personas, y aunque no lo creas, son bastante inteligentes”.







domingo, 1 de agosto de 2010

INTEMPERIE DEL SENTIDO (CAPÍTULO 2)


Te lo juro, me erotiza imaginar a una prostituta jugando a la rayuela, ver las piezas de la inocencia acoplándose de a poco, que el revólver del suicida se transforme en una pistola de agua, que lleguen los amigos de la infancia y que empiece la diversión. Es el suicidio en defensa propia. Son los hábitos destructivos de la autopsia. Y otra vez tu silueta de mi vacío o quizás mi vacío de tu silueta. Es la noche y es la torpeza de la escritura parpadeando. Las ovejas cuentan los minutos de mi insomnio para lograr el analfabetismo del sueño. Es la noche y es la música que no está. Te lo juro, es la noche.

Justificar a ambos lados

-¿Cómo amaneciste hoy? –me dijo la rubia-. Ya es hora de bajar a desayunar.


En realidad me gusta más la morocha. Tiene los ojos parecidos a los tuyos. En el sabor afelpado del café siempre huelo el color ondulante de tu cabellera. Es raro porque casi nunca desayunamos con café. Pero te juro que hasta estos rituales tienen sus trampas. Y ya que estamos voy a admitir que tengo fantasías sexuales con Ana Frank. Escribir eso a esa edad contiene una belleza que equivale a un golpe físico. Aunque también tengo que admitir que nunca pude terminar el libro. Hace como seiscientas páginas que sólo leo las primeras veinte. Podrás decir que yo deliro. Y yo no te lo digo. Simplemente te lo juro por este circo de elefantes rosados. Y bueno, hasta los locos suelen caer en lugares comunes. Por ahora stop. Acaba de llegar una enfermera amiga que me va a permitir un cigarrillo. Es una ex-prostituta que conocí en mi etapa de estudiante de artes visuales. O lo que es lo mismo: dos mamarrachos con óleo y millones de borracheras en bares de todo tipo. Si es que existe lo que llaman círculo vicioso yo era un adicto rectangular. No pude adaptarme ni a la fácil geometría de ese estilo de vida.


Estoy acá de nuevo y quizás para siempre, una suerte de feto poético en la belleza de tu útero. Eché humo como una locomotora y te imaginé atada a los rieles. Me imaginé frenando a tiempo y salvándote. Después lloré a carcajadas. Quise tenerte entre mis brazos, recorrer las cuerdas de tu arpa pectoral, ser tu rostro en mi a veces permitido espejo de mano. Te escribo desde las alas que no permiten el vuelo, clavado en la impasible intemperie del sentido disperso. Desde mis vísceras nacen gomosas criaturas que se arrastran para buscarte. Inútilmente, claro está. Sucede que sus lastimosos miembros nunca logran desarrollarse del todo. Fugaz intento de pocas células. Televisores encendidos que funcionan apenas como veladores. Lo importante es que te escribo, que no me callo, que aún no me muero y que sé racionar este equilibrio escoltado de abismos. Volver para verte en aquel patio de mi infancia, desnuda sobre el césped y riéndote de mis torpezas. Ahora mi identidad son mis palabras en tu voz, haciendo vibrar tus maravillosas cuerdas vocales o trenzando tus neuronas. ¿Podré llegar hasta los detalles de tu cerebro? ¿Podré asomar los ojos a la monstruosa intimidad de tus sueños? ¿Podré distorsionarte hasta el punto de acercarte a mí? Ser objeto inmóvil del entendimiento. Depender de las razones. Cosas que me abisman a los dientes de la náusea.


-Sí señorita enfermera. Recitar mis escritos frente al espejo me resulta relajante. Es una tortura con un fondo musical pacífico. Oceánico modo de nadar en mi propia sangre, saturándola de incoherencias hasta tornarla espesa, granulada y de un marrón fecal que te remite al más morboso pantano.


Ellas siempre tienen una mueca erótica, una forma lánguida de entrecerrar los ojos mientras llaman al médico de turno. Médicos que casi nunca están a esas horas de la madrugada. Tiempo en el que pasean a sus costosos perros sin más expectativas que un sorete semicircular. Cosas de todos los días. Quizás como apretarse el estómago, morderse los labios hasta que sangren y tragar el licor corrosivo que instala ronroneos en cada célula.


Me quito el anteojo con paciencia y lo deposito sobre la mesa de luz, al lado de tu amarillenta fotografía. Después me duermo con la cabeza apuntando hacia el otro rincón. Pero mi anteojo continúa con vida, todavía capturando los celebrados relieves de tu cutis, el perfecto desorden de tu flequillo y el delineado de tus ojos a punto de correrse por una de mis lágrimas.


Ya vendrán tiempos peores, cuando pueda recordar el futuro que ahora está haciendo crujir la puerta. Claro que mañana ya no pienso saludarte. Apenas observaré con ternura tu forma de darme agua y recorreré tu clavícula con los mismos dedos que uso para fumar. Quizás logre soñarme cuerdo en la profundidad de tus ojos grises, y que esta frenética autopsia se vaya en una de tus lágrimas, conociendo así la perfecta geometría de tu rostro. Bebo un sorbo más de leche y recuerdo la textura blanca de tus orgasmos, tu volcánica actitud vaginal, aquellas íntimas contracciones quitándome la razón. La habitación estaba vacía excepto por nosotros, ahí tirados en la cama, saturados de sombras y colores. El humo transformándose en sábanas y viceversa. Éramos los dos por aparte, nacidos de otro cielo para depositar llamas en nuestro desnudo paraíso. Así todos los días, una dulce depresión erosionaba nuestros esqueletos y las horas tenían la fuerza de los siglos, de los siglos que a su vez tenían la fuerza de la eternidad. Es muy probable que tú lo hayas sentido de otro modo. Siempre fuiste la fijeza pictórica en contra de mi inestable discurso. Aún recuerdo la belleza monstruosa de tus cuadros, esos millones de lienzos que eran como sombras viciadas en tu atelier, cucarachas glamorosas en un festín de espontáneos retazos. Las calles se nos entregaban apacibles, con sus estrechas veredas y el tamaño a veces intimidante de los carteles. Yo te decía que de un momento a otro algún cartel se nos podía caer encima. Vos te reías despacio, me despeinabas con gracia y me llamabas paranoico. Me divertía mucho saber que tenías razón. Me sentía seguro a tu lado. Nada se parecía a este inestable equilibrio escoltado de abismos. También juntábamos volantes en la peatonal, averiguando las funciones gratuitas de alguna obra de teatro. Cualquier acontecimiento artístico era de nuestro agrado a pesar de que concurríamos con desgano y despreocupación. Era más que nada una forma de pasar el tiempo. Ya no sé, a veces pienso que es imposible saberlo, sobre qué boca terminará empantanándose mi última vértebra.