miércoles, 4 de agosto de 2010

INTEMPERIE DEL SENTIDO (CAPÍTULO 3)


Soy el huésped más torpe de esta falsa construcción, de esta suerte de derrumbe a la inversa. Cierro los ojos. Te juro que cierro los ojos y es como si atrapara con los párpados toda la intemperie. Están obligándome a este perpetuo abrazo, a un chaleco de fuerza a veces metafórico pero siempre efectivo. Te juro que las paredes se aproximan poco a poco, enamoradas de su propia naturaleza, ansiosas del espacio en el que me siento disperso. Creo que ya lo dije pero vale la pena repetirlo. Y si la pena no vale lo que vale es la repetición, tratar de aproximarte, como si fueras la quinta pared, a esta huracanada intemperie del sentido.


Nos juntábamos en el bar Morris y era siempre la misma carnicería, los mismos cruces afilados del ánimo. Ellas cruzaban las piernas con despreocupación, regalándonos así el más bajo instinto, el erotismo elocuente del aroma vaginal. Aquellas noches eran siempre claras, como si la misma extravagancia de nuestro comportamiento se encargara de absorber cualquier oscuridad, cualquier tímido asomo de sombra. Por supuesto, los oscuros éramos nosotros, engalanados con nuestras ficciones de carne, a veces fingiendo la luz de los fáciles accesos y escapando del laberinto en los helicópteros del discurso. Había momentos en los que la complejidad por la complejidad nos excitaba, adornábamos las cosas hasta la desaparición absoluta del objeto adornado. En el mejor de los casos lográbamos embriagarnos. En el peor de los casos también: crápula tras crápula hasta lograr la cópula perfecta de los sentidos. De los sentidos la cópula en cierto sentido de imperfección asexuada, algo tan silencio y absurdo como esta misma oración. O quizás dos prostitutas cruzando las piernas frente a un par de delirantes con altura de barro.


De pronto Verónica sacó el último cigarrillo de su paquete y lo colocó entre los labios encendidos de Angélica, quien un poco sorprendida por el gesto de su compañera sólo atinó a reclamar “ahora el fuego”. Estábamos allí desde la diez de la noche, y fue a eso de la una y media que comenzamos a presentir la felicidad melancólica de nuestra bohemia: geográficamente reducida: unas cuantas cuadras para acá, unas cuantas cuadras para allá, así de ajustado nos quedaba el abrazo íntimo de nuestro pueblo: asfixiante intemperie de personajes singulares.


La situación era extraña. Todas las situaciones son extrañas desde mi anímico caleidoscopio. Todas las situaciones son desbordantemente absurdas y carentes de lógica. Desde el detalle de sus uñas horrorosamente pintadas de negro hasta nuestra deshilachada conversación sobre el incesto. No existe el sexo sin amor porque dar placer es un acto de amor. Etcétera. Angélica no aguantó más, estaba endiabladamente en celo. Se sacó el zapato, estiró la pierna por debajo de la mesa y comenzó a acariciarme con una agilidad digna de himnos. Inmediatamente tuve una erección. Después acaricié sus muslos y empecé a percibir explosiones volcánicas de imágenes sexuales. Duró poco, es verdad, pero de pronto la vida pareció tener sentido.


Náusea. No hay otra forma de decirlo: podrido en alma y en cuerpo, gusano retórico de mi cadáver. Pero Verónica y Angélica eran demasiado hermosas, con sus carnosos labios de puta, pasando la lengua sobre ellos después de beber su vino. El placer estaba intacto, y yo quería darle una pedrada, hacerlo añicos, corromperlo y después quizás cortarme las venas. Irme tibio y sustancioso. Simplemente. Ni razón ni funeral.


No alcanzamos a llegar a su habitación, ya en el ruidoso pasillo del hotel ellas comenzaron a mamar nuestros miembros como hembras atravesadas por el hambre, jactándose de su oficio con alguna que otra mirada secreta. Sabían poner caras de inocentes palomas. Una puta que no sabe poner cara de inocente paloma no puede considerarse puta. Y por fin ya estamos en el cuarto, apenas iluminados por cuatro velas rojas. Parecíamos hombres reducidos al instinto, cavernícolas en celo que se pasean desnudos por la intimidad de alguna cueva. Intimidad o intemperie, eso ya no nos importaba. Íbamos a coger de todos modos, ya sea en un cuarto de hotel o sobre un escenario, ya sea desnudos o disfrazados de lobos y caperucitas rojas. Por la ventana del cuarto se podía ver a los pocos transeúntes que pasaban, con las manos en los bolsillos, silbando la canción del verano, esa que escuchan los lisiados mentales, creyéndose muy modernos los pobres idiotas, amablemente adaptados a la vida, con sus trabajitos de medio tiempo y sus estudios de marketing, con sus reuniones familiares y sus noviecitas huecas felizmente embarazadas. Y sí, puede ser que esto sea el aullido de un pobre perdedor inadaptado. Yo desde mí y para siempre, clavado en la sangre de la luna, bebiéndome toda la estupidez que me rodea.


Y ahora vivo en una realidad oblicua, en una realidad saturada de humo, alcohol, lecturas literarias y masturbación psicológica. Y ahora que vivo así me siento capaz de nombrarte la quinta pared de mi encierro, una pared que a veces simula ventanas y puertas. Yo intento saltar y mover los picaportes, pero la fuga es falsa y de pronto me encuentro en una réplica del mismo cuarto. Así de una forma infinita: ad nauseam. Cada una de tus despedidas me atormenta, me sienta a escribir compulsivamente, me empuja hacia los sótanos de alguna pesadilla sustanciosa, rancia, a veces coagulada y con un gusto caníbal. Primero las madres y las hermanas. Después las amigas que nos besan en la mejilla. Después la primera novia y al final las prostitutas que lloran sobre nuestros hombros, bebiendo vodka y fumando con la mirada en el vacío.


Una música extraña, mezcla de jazz y de tango, recorría todos los rincones de la habitación. La imagen ganaría el primer premio en un concurso de fotografía: o sea un cigarrillo mal apagado en el cenicero, una copa vacía con manchas de lápiz labial en sus bordes y un preservativo usado sobre el lujo de la alfombra rosa. Verónica y Angélica estaban desnudas sobre la cama, acariciándose mutuamente, moldeando cada relieve de sus pronunciadas curvas. También se besaban en los labios: besos enormes que cada tanto abarcaban nariz, mentón y cuello. Mientras tanto, Roger y yo nos dedicábamos a contemplarlas al mismo tiempo que fumábamos y bebíamos sin respiro. Ya les habíamos hecho el amor y ahora invertíamos un poco más de nuestro dinero en el placer visual de un lésbico espectáculo. Así transcurría aquella noche, nuestro modo pasional de entregarnos a la nada, despreocupados del futuro, de la muerte y de todas esas idioteces planificadas para instalar el miedo y la frigidez creativa.


Salimos del hotel como a las cinco de la mañana. La luna era un débil coágulo lácteo recortando oscuridades. Ellas se quedaron en la habitación, envueltas en aquella penumbra rojiza, perfectamente desnudas, dulcemente abrazadas y profundamente dormidas. Mientras pateábamos piedras en la calle Roger me empezó a hablar de las prostitutas, me dijo que eran de Paraná, que hace bastante que las conocía y que a veces se entregaban sin pedir dinero a cambio. Ya casi se podría hablar de amistad y de favores sexuales. “Son unas golfas bohemias” murmuró cuando llegamos a su casa, mientras se sentaba en el sofá y luchaba con los fósforos para poder encender un cigarrillo. Al soltar el humo de la primera pitada se puso serio y agregó con tono ceremonial: “Pero son muy buenas personas, y aunque no lo creas, son bastante inteligentes”.







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