jueves, 12 de agosto de 2010

INTEMPERIE DEL SENTIDO (CAPÍTULO 4)


Y otra vez me veo echando raíces en la levitación tediosa de Feliciano, en su ajustada geometría de situaciones que se chocan. Siempre están allí los ojos impasibles de los mismos espacios, una burla constante que unta herrumbre sobre esta cadena de vaciados personajes, marionetas adiestradas a este circo demencial, marionetas que padecen la paradoja de no poder aportar ni una pizca de acrobacia. Es imposible encontrar alguna ambición que les muerda el alma, ni siquiera en el más remoto rincón de sus intestinos. Sus deseos se han visto sodomizados por la rutina vertiginosa de conseguir el pan. Como ha dicho por ahí Henry Miller: “el hecho de conseguir el pan se ha vuelto más importante que el hecho de comerlo”. Quizás esas no eran sus exactas palabras, pero ¿acaso hay lugar para la exactitud en el centrífugo fogonazo del lenguaje? Demasiado discurso para tan poca dedicación. Será mejor que de una vez por todas me vaya a la casa de Vanesa. En este momento me están esperando con un asado en la parrilla. Esa es la verdadera literatura, la que nos aproxima al ridículo bisturí de la existencia, una carnicería de lengueteos perforados. Casi como los magníficos lenguetazos con los que Vanesa me envolvía el falo, sacándole brillo, tragándoselo entero hasta que su naricita casi me tocaba el vientre, ensalivándolo de arriba abajo y después refregándoselo por la cara con los labios flojos. Todo eso mientras yo le acariciaba el esponjoso tajo que tiene entre las piernas, haciendo la tanga a un lado y metiéndole los dedos con el mismo entusiasmo de quien descubre un nuevo continente. Sus ahogados gemidos solían llegar a un clímax casi musical, mientras le temblaba todo el cuerpo, reducida como estaba a sus más bajos instintos, clavándome las uñas en las nalgas, lamiéndome el vientre y subiendo de a poco hasta llegar a mis labios. Siempre me gustaron las ninfómanas. En cuanto a Vanesa, sentía adoración por su forma desprejuiciada de ser puta, por su aniñada manera de ser insaciable: un embudo de placer apuntando hacia el vacío, escribiendo sus orgasmos múltiples en las paredes del cielo, la capilla sex-tina de los úteros afiebrados. Después se agachaba despacio, curvando la espalda y girando apenas la cabeza para fulminarme con sus ojos azules. Entonces se separaba las nalgas con una mano y metía la otra en el pote de vaselina que estaba siempre junto al whisky y los cigarrillos. Ya completamente lubricada, me agarraba el miembro y ella misma lo hacía rozar por las inmediaciones de su ano. Cuando su culo ya estaba abierto, rosado como una flor y frunciéndose como una boca hambrienta, colocaba la punta de mi sexo en el centro del agujero y ahí sólo bastaba con un empujón para llegar hasta sus mismísimas entrañas. Se mordía los labios suavemente, llevando mis manos hasta sus pechos y babeándose de placer, con la vagina toda empapada, frunciendo y abriendo el culo con un ritmo que me hacía pensar en enormes volcanes de semen. Mis manos eran bestias al borde de la locura, cavernícolas sucios golpeando las paredes de sus cuevas. Lo más dulce fue oír su voz pidiéndome que por favor no me olvide de su ya oceánico tajo. Inmediatamente hice el cambio de agujeros, desde el rústico ano hasta el beso estrecho de su vagina. Primero recorrí aquella espumosa hendidura apenas con la púrpura cabeza de mi falo, examinando cada uno de aquellos maravillosos pliegues, aquellos hermosos pétalos que se evaporaban bajo los humos del infierno.


Si pudiera los ahorcaría con mis propias venas. Pero son demasiados y estoy consumido por el vicio. Será mejor provocar ese efecto por medio de la escritura: escritura afilada rebanando tu presencia medular, rebanando mi instinto hasta por fin eyacularme sobre el ataúd.


Como no tenía nada que hacer me vine al Video Club a beber cerveza y a fumar, poniendo mi cerebro al servicio de la más improvisada fuga. Improvisación debería ser sinónimo de eficacia, pues en la improvisación no hay intermedios: la obra sale pésima o perfecta o no sale un carajo. Útero, por ejemplo. No sé por qué escribí útero y tampoco me importa. Quizás escribí útero para preguntarme por qué escribí útero y así tener una fornida oración que me dé pie para seguir. Intemperie del sentido. Tanto sentido que no podemos aferrarnos a nada en particular. Sería mejor tener un sentido del tamaño de una píldora, tragarla y dejar pasar la vida tranquilo, libre de estúpidas preguntas y de estúpidas especulaciones. Es increíble pero la cerveza mejora con cada trago. Lástima que tengo que ir a atender el telecentro: negocio de la familia. La buena noticia es que tengo un libro de James Joyce: A portrait of the artist as a young man. Versión original. Demasiado para mí. Podré entretenerme un buen rato si es que no viene demasiada gente.


Días de bohemia y de angustia existencial. Días enteros caminando sobre las calles de Paraná, metiéndome en todos los bares, haciendo el ridículo en algún cyber-café, explicando la importancia del dadaísmo mientras nadie se molesta en prestarme atención, bebiendo ginebra en algún restaurant del puerto, mientras miro hacia el río con los ojos pesados, deseando vaciarme de toda esta basura, deseando gritar que me duele hasta el aire que me rodea. Por supuesto que también suele haber felicidad. Pero es una felicidad extraña que va y viene con el ritmo musical de la brisa. Un estado similar al estado en que caigo después de haber hecho el amor: ese maravilloso instante de vacío, esa terrible certeza de la nada, todo junto y en ráfagas de silencio, sintiendo que acabo de eyacularme a mí mismo, una muerte con conciencia de su propio cadáver, el perfume de la lluvia y esos días de sol rojo.









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