viernes, 20 de agosto de 2010

INTEMPERIE DEL SENTIDO (CAPÍTULO 6)


Es graciosa la forma en la que uno se va abrigando con vicios y destrucciones que perforan los huesos, que perforan hasta lo más íntimo de nuestras funciones. Todas las noches salgo a la calle vestido de anestesia gracias al vino más barato del mercado, gracias a todos los humos tóxicos que me muerden el respiro. Semejante nivel de intoxicación me mantiene en un estado de afiebrada somnolencia. Soy Alicia en el país de las maravillas. Soy un monstruo en un tímido país de niños. Entonces voy directamente, aunque doblado cual bandoneón, a una plaza cercana que siempre está repleta de vagabundos y prostitutas. Hablar con este tipo de personas me resulta estimulante porque no tienen nada y no esperan tener algo, son lenguaje en estado puro, personifican la literatura forzada de un fracaso gigante. Soy un fotógrafo de estados anímicos vagando por las calles de Paraná, aprendiendo que todo es una excusa luminosa para una suerte de nada oscura.


Se tendría que hablar de una especie de suicidio general. Marcar la diferencia entre suicidas activos y suicidas pasivos. Por eso nunca sé la exactitud significativa de mi fecal discurso. Me he alejado de la teoría para caer en una práctica teórica que crea bordes y abismos ante cualquier asomo de solución. Todo esto sería un gran contenido metafísico para colocarlo en un contexto de personajes al mejor estilo Cortázar. ¿De qué estoy hablando? No tengo ni la más pálida idea.


El organismo se torna un jardín viscoso de funciones saturadas, huracanados pétalos de irregularidades metafísicas. Pasamos como si nada de solemnes meditaciones novelescas a la excitante y vulgar espuma de un alcoholismo premeditado. Nos resulta imposible decir que no: la vida separa las piernas con un aleteo de abanico, vemos la esponja de su guiño vaginal y nos bloqueamos como torpes marionetas ante la bestialidad de su afecto.



La arena del respiro entregando su electricidad, una hepática puñalada que apenas murmura los clavos del ataúd. Y así nos convencíamos de nuestra locura, le poníamos nombres insoportablemente falsos, tratábamos de hacerla importante. Pero todo nos terminaba resultando disfraz, máscara que resta y nunca suma. Los días eran pieles que nos alejaban de nosotros mismos. Cada caricia era acariciar al mismo y reconocido extraño que nunca podíamos acariciar. Era raro porque era algo de todos los días, porque algo no puede ser de todos los días así como todos los días no pueden reducirse a ser solamente algo. La trampa del lenguaje, ahí estábamos, sangrando como torpes animales, mordiéndonos al borde del beso mientras el mundo era respuesta en estado puro. Ninguna pregunta.


-Tantas vueltas de tuerca –dijo Malena.

-Y eso que nos faltan unos cuantos tornillos –le respondí.







No hay comentarios:

Publicar un comentario