domingo, 29 de agosto de 2010

INTEMPERIE DEL SENTIDO (CAPÍTULO 8)


Y también están las otras. Superficie y superficie. Mujeres flojas de dudosa moralidad y hombres que se acomodan la corbata. La lluvia cae y los autos bostezan regalándonos sus oscuros vapores. Llega la hora en que los bares pestañean, la misma hora en la que los artistas prostituyen con gozo lo esencial de su arte. Es como si llegara el tiempo de penetrar y ampliar las explosiones una vez que estemos dentro. Hacerlo sin temor a la velocidad y al sin-sentido. Basta de pudores. El sentido es espejo en sí mismo. El sentido se hace espuma y esa espuma es el sentido renovado. A veces creo que ya no tengo nada que escribir. Pero siempre aparece una abertura, una herida que se alarga sin cansancio, un agudo gemido que se prolonga. Todo se desprende de mí con un fluir casi sexual: rumores confusos, sórdidas imágenes, alucinaciones cruentas, fogonazos de historias y escenarios vacíos. Creo que ya no tengo nada que escribir hasta el momento en que lo escribo.


Preguntar el significado de las expresiones es de mala educación. Al preguntarle a alguien el significado de sus frases le estamos pidiendo que destruya todo el arte de las mismas. Las cosas casi siempre terminan por autodestruirse. Las serpientes se muerden la cola. Los hombres se preguntan la razón de su existencia. Los objetos eléctricos se enchufan a sí mismos y todo esto quizás nos lleve a explotar en la repetición del mismo vacío.


Basta de masturbarnos con ideas obscenas, con discursos impronunciables que se mantienen en secreto por miedo al ridículo. Hay que abrir los poros del monstruo experimental que nos habita. Todo es experiencia y experimento. Eyaculemos de una vez los rasgos más íntimos de nuestra persona. Seamos explícitos con nuevas formas, técnicas y contenidos. A veces mostrando la confusión con detalles confusos. A veces depositando la potencia de la claridad sin el más mínimo miedo a la ceguera. Escribir toda la noche. Quizás todo este circo se trate simplemente de eso: un espasmódico llanto de sangre, la idea de aflojar los lazos y dejar que el fluido se libere. Nos entregamos a la sombra de nuestro refugio, tímidos cobardes que narran su excéntrica valentía. Espontaneidad y delirio. Ir a la misma velocidad del vértigo que tanto caracteriza a nuestro arte. Prefiero pagar con la vida antes que renunciar a este estilo de muerte. Ya van cayendo las últimas gotas pero mañana será otro día. Hoy no tengo vino ni cigarrillos. Sólo este cuaderno, una lapicera y la luminosa compañía de la luna: ojo lácteo que se aprende mis acrobacias. En cierto modo me hace recordar a Romina, a los interminables veranos que solíamos pasar en su cabaña, en el bosque o en las orillas de los lagos. Por aquellos momentos todo era unidad. No sé muy bien cómo explicarlo. Nos sentíamos como los primeros seres humanos en tocar la tierra. Flojos silencios y libertades asexuadas, sordas estupideces de fango estructurado. Siento que frutas y flores salen de mi cabeza, que aterrizo en mi propio cuerpo, que estoy al borde del olvido. Solíamos correr desnudos por el bosque, beber cauces de vino bajo los árboles y humear como el primer incendio. Cuando Romina me besaba en los labios sentía el gusto de aquella célebre manzana. Romina abría las piernas y un dulce aroma (que tenía mucho de aliento) se adueñaba de toda la intemperie. Entonces comenzaba a acariciar sus muslos, apretándolos un poco, como probando su resistencia. Éramos bandoneones lejanos, bemoles rotos que se encontraban en la misma destrucción.


“¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?” se preguntaba un tal Carver. Yo me pregunto lo siguiente: ¿Qué amamos cuando amamos el habla?


Agarré el tallo con espinas y la flor comenzó a sangrar. Así de fuerte es la pasión de los artistas. Y así de poética es su debilidad.







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