viernes, 21 de mayo de 2010

ESPEJO RETROVISOR (CAPÍTULO 5)

Nos faltaba bastante para llegar a la primer década de vida y ya estábamos obsesionados por el sexo. Y al parecer Fabiana era una niña muy curiosa en relación a ese tema. Al atardecer se escondía tras el plantero que había entre las casas y nosotros hacíamos fila para manosearla, tranquilos y en orden, sin dejar que nadie permanezca un minuto más o un minuto menos. No sé muy bien si esto sucede con frecuencia o el nuestro fue un caso aislado de prematura y grupal degeneración infantil. El punto es que nos sentíamos agradecidos de contar siempre con la compañía de Fabiana. Y la cuidábamos y defendíamos como si fuera nuestra reina. A pesar de que sus amiguitas le decían marimacho nosotros sabíamos que Fabiana ya era más mujer, femenina y agradable que todas esas burlonas juntas. Por eso la quería hasta el punto de a veces mostrarle fugazmente la zona más secreta de mi cuerpo. Y era inmensamente feliz cuando escuchaba sus risitas mientras le acariciaba las nalgas dándole besitos en la mejilla. Éramos niños y ese era nuestro inocente impulso de explorar lo desconocido, de aprender con placer y naturalidad las diferencias del género. La culpa y el miedo fueron conceptos que me metieron más adelante. O al menos lo intentaron. Pero gracias a dios todavía puedo sentir que no me importa nada. Libertad de acción que es igual a libertad de vida que es igual a ausencia de culpas por el pasado que es igual a ausencia de ansiedad por el futuro que es igual a disfrutar del presente que es igual a despreocupación por la muerte que es igual a felicidad.


Nos faltaba bastante para llegar a la primer década de vida y ya éramos existencialistas preguntándonos todo sobre la vida, el destino y la muerte. Y así íbamos tachando las preguntas sin respuestas hasta quedarnos con el papel vacío y la certeza inquietante de que estábamos en un mundo más misterioso y fantástico de lo que sospechábamos. Nos faltaba bastante para llegar a la primer década de vida pero en ese entonces el tiempo no era algo que nos preocupara. El tiempo era un concepto elástico, infinito e impregnado con un sentido de novedad que dotaba de pasión a todas las acciones. Hacia ese futuro vuelve mi estado de ánimo tras haber roto las pautas cronológicas. Al fin y al cabo algunos nunca dejamos del todo la infancia. Y puedo decir que estamos profundamente orgullosos de eso.




jueves, 13 de mayo de 2010

ESPEJO RETROVISOR (CAPÍTULO 4)




No sé si era un día soleado o un día de muchas nubes: ese es un detalle más que quedó enterrado en el tiempo, sin cruces o ataúd, tragado a secas por la selección natural del olvido. Lo que sí sé es que cierto día empecé a ir al jardín de infantes de la Escuela Normal Superior. O sos normal o sos superior: siempre sospeché una conspiración semántica en la cercanía nominativa de esos vocablos. Si existe el sentido del humor también es probable que exista el absurdo del mismo. Pero todo esto es una estúpida farsa, porque el sentido en ese sentido tiene claramente otro sentido.


Bichitos colorados: ese era el más que inquietante nombre oficial que le dieron a mi jardín de infantes. Y entonces ya tenía mi guardapolvo rojo y mi bolsita de tela del mismo color con mi nombre completo bordado en blanco. Encantador. Al menos era eso lo que los adultos decían todo el tiempo: encantador, tan encantador. Mi mamá siempre me daba una reluciente manzana roja para ir comiendo en el camino. Todo era rojo: el guardapolvo, la bolsa, la manzana. No es nada extraño que el rojo todavía sea mi color favorito. Aunque ahora lo relaciono más con otras cosas como la sangre, la pasión, la carne cruda de los placeres y el instinto feroz de encontrar mi muerte en otros labios. Oración que nos lleva a pensar que también me estoy volviendo loco. Pero no es para tanto, che. Hay locuras que no se padecen. Lo que pasa es que a veces uno mismo es la metáfora. Y por más vueltas que le demos a la idea nos encontramos con el espejo inefable, siendo indiferentemente lo que las reacciones de los demás nos hacen creer que somos. Contra esas cosas peleo a puño y letra. Quizás desde una edad demasiado temprana. Quizás desde esa edad utópica pero práctica a la hora de llevar adelante una vida: esa infancia asumida con el convencimiento racional del adulto.


Pero uno de esos primeros días de jardín lo pasé en la casa de mi tía, una de las tantas, que realmente no era mi tía pero así la llamábamos y se adaptaba a la función de esa palabra. En vez de una manzana me dio una galleta tan redonda que mis dientes apenas lograban arañarla. Estaba con un primo de mi misma edad y con esa galleta fuimos jugando a la pelota hasta llegar a la puerta de la escuela, del jardín de infantes Bichitos Colorados. Después, como la maestra jardinera todavía no llegaba, nos metimos en la sala de niñas y desordenamos todo tirándonos muñecas, sillitas y almohadones. Desordenar. Eso es lo que nos gusta hacer de niños. Desordenar, cambiar el orden, empezar de cero y terminar empezando otra vez. Algo así. Algo por el estilo. Todo en realidad, casi todo por el estilo. ¿Pero qué es el estilo? Supongo que algo propio, único y necesariamente irrepetible. Algo que actuando con naturalidad no nos debería costar demasiado. Esa idea fetal, ese impulso básico desde el cual absolutamente nadie podrá imitarnos. Y todos, con buen estilo, seremos tan únicos como necesarios: piezas fundamentales y orgánicas de una obra que todavía estamos tratando de entender.



martes, 11 de mayo de 2010

ESPEJO RETROVISOR (CAPÍTULO 3)




Tarde o temprano tenemos que elegir entre la evolución o la muerte. Al tomar esta decisión aproximadamente el noventa por ciento de la gente se equivoca. Dicha mayoría desconoce que todo proceso evolutivo requiere una previa autodestrucción, o lo que por ahora llamaremos una muerte simbólica. Por lo tanto, en el primer intento deberías haber elegido la muerte, y sólo la fortaleza y la voluntad de sobrevivir ese error fatal te llevará hacia la verdadera evolución.


-Mirá vos –hubiese dicho alguien sin entender demasiado. Pero estas cosas se me ocurren siempre en la más completa y envidiable soledad. Knock, knock, knock. Todavía no hay nadie. Los ladridos son afuera.




domingo, 9 de mayo de 2010

ESPEJO RETROVISOR (CAPÍTULO 2)




Casas alrededor y una enorme plazoleta en el centro. Esa era la estructura básica de mi barrio. Y esa plazoleta, sin lugar a dudas, era el centro de gravedad para todas las almas inquietas que todavía gozaban de infancia. Allí nos reuníamos para planear nuestras aventuras, para dar rienda suelta a nuestra imaginación, para fabricar las mil y una maravillas de aquellos días eternos. Todo era asombro y sentido de novedad ante las cosas. Grandes descubrimientos existenciales de pequeños e improvisados exploradores. Heroicos insectos volando sobre mí. Chicharras cantando desde los sauces llorones que parecían ser tragados por el anochecer. Y otros bichitos agonizando bajo el rayo efectivo de mi lupa, despidiendo el glorioso y áspero olor de la crueldad.


Cuando era chico pensaba que la niñez era un estado de absoluta y constante pureza, espontaneidad creativa y divertimento. Cuando era chico me repetía a mí mismo que no quería crecer como veía que se crecía a mi alrededor, sino que me esforzaría por nunca jamás dejar de ser un niño. Son cosas que todavía pienso. Son cosas que todavía hago. No creo que sea necesario abandonar una etapa de la vida para entrar en la siguiente. Me parece mucho más práctico ir sumándolas y dejarnos llevar por los impulsos instintivos de las que más nos gustaron. Son cosas que todavía pienso. Son cosas que todavía hago. Así como mi color favorito siempre fue el rojo puedo decir que mi verbo favorito siempre fue el verbo jugar. Y cualquiera que se remonte un poco al pasado sabe que la mejor manera de jugar es jugar siendo un niño. Un verdadero niño con verdadera irresponsabilidad y locura en el comportamiento.


Gracias a dios siempre tuve más imaginación que inteligencia. O gracias a dios mi imaginación siempre fue lo más inteligente que tuve. Mi primer recuerdo es un recuerdo en blanco y negro. No sé a qué puede deberse este detalle, pero les aseguro que no es la búsqueda voluntaria de ningún efecto poético, eso sería demasiado clásico para mi estilo. Recuerdo sillas de plástico duro, un precario escenario de madera y un cantante que acompañado sólo de su guitarra y su armónica mantenía emocionada a toda la audiencia. Entre ellos estaban mis padres. Y yo, el más pequeño de sus cinco hijos. Mucho tiempo después, en una conversación casual con mi madre, me enteré de que aquel cantante era nada más ni nada menos que León Gieco. Y también supe que en aquel momento yo habré tenido apenas unos tres o cuatro años.




viernes, 7 de mayo de 2010

ESPEJO RETROVISOR (CAPÍTULO 1)



Señoras y señores, perros y gatos, drogones y abstemios, suicidas y suicidados, muertos y matados, orgánicos y sintéticos. En fin, bienvenidos quizás por última vez a esta mágica pero real celebración del delirio, a esta cruel pero orgásmica combinación de palabras. Ahora déjenme decir la pura verdad sin hielo, la posta útero de la posta semilla: esta historia no es para todos. De hecho esta historia no es para nadie. Pero ojo que las trampas se visten de novia ninfómana o príncipe azul según los casos. Confíen en mí aunque no siempre me crean. Sean intrusos educados.


Todo empezó adentro de mi maravillosa y brillante cabeza. Y lo digo de este modo porque hay momentos en los que la humildad tan humana nos pierde el talle debido a la vertiginosa y siempre inexplicable floración de una personalidad que va más allá de nuestra raza. Es un traje que nos queda chico y lo rompemos sin asco para mostrarnos con la inocente y frágil y viscosa desnudez con la que entramos a la vida en el planeta tierra. Y ya que entrar en la vida incluye en el paquete asegurarnos de una muerte cuyos métodos desconocemos, extasiémonos con cínica gracia y dulce decadencia en el orgiástico fango donde germinan nuestros verdaderos deseos. Ya sé que son demasiados adjetivos pero no estoy acá para curarme de mis vicios literarios y mucho menos para analizar la quizás voluntaria tragedia de mi estilo. Así que hablemos de otra cosa. Bla, bla, bla. Ble, ble, ble. Bli, bli, bli. Blo, blo, blo. Blu, blu, blu. Cosas así son las que instalan un efecto en blanco en el que ustedes mismos son los responsables del sentido, volviéndose extranjeros ante la causa. Oh, por favor. ¿Acaso estoy hablando en otro idioma?


Yo era un niño normal hasta que empecé a leer el diccionario. Mi madre siempre cuenta la anécdota en la que un amigo de la familia me dijo “Hola, cabezón. ¿Dónde está el rrope?” Todos los presentes que ya llevaban más tiempo que yo en el planeta tierra se dieron cuenta de inmediato que se refería a mi querido perro Barbita. Pero yo dije que no conocía esa palabra y que iría adentro para buscarla en el “occionario”. A todos le pareció encantador que use el diccionario antes de poder decir diccionario correctamente. Yo me sentí decepcionado al no encontrar una simple palabra en un objeto cuyo nombre era otra palabra que todavía no sabía pronunciar. Supongo que así nacen los poetas mal hablados. Al menos ese fue mi caso. En ese momento, sin darme cuenta de nada, mi relación palabra-realidad dio un giro inesperado, sufrió una íntima metamorfosis que varios años después se manifestaba como un secreto en mis primeros poemas.