domingo, 9 de mayo de 2010

ESPEJO RETROVISOR (CAPÍTULO 2)




Casas alrededor y una enorme plazoleta en el centro. Esa era la estructura básica de mi barrio. Y esa plazoleta, sin lugar a dudas, era el centro de gravedad para todas las almas inquietas que todavía gozaban de infancia. Allí nos reuníamos para planear nuestras aventuras, para dar rienda suelta a nuestra imaginación, para fabricar las mil y una maravillas de aquellos días eternos. Todo era asombro y sentido de novedad ante las cosas. Grandes descubrimientos existenciales de pequeños e improvisados exploradores. Heroicos insectos volando sobre mí. Chicharras cantando desde los sauces llorones que parecían ser tragados por el anochecer. Y otros bichitos agonizando bajo el rayo efectivo de mi lupa, despidiendo el glorioso y áspero olor de la crueldad.


Cuando era chico pensaba que la niñez era un estado de absoluta y constante pureza, espontaneidad creativa y divertimento. Cuando era chico me repetía a mí mismo que no quería crecer como veía que se crecía a mi alrededor, sino que me esforzaría por nunca jamás dejar de ser un niño. Son cosas que todavía pienso. Son cosas que todavía hago. No creo que sea necesario abandonar una etapa de la vida para entrar en la siguiente. Me parece mucho más práctico ir sumándolas y dejarnos llevar por los impulsos instintivos de las que más nos gustaron. Son cosas que todavía pienso. Son cosas que todavía hago. Así como mi color favorito siempre fue el rojo puedo decir que mi verbo favorito siempre fue el verbo jugar. Y cualquiera que se remonte un poco al pasado sabe que la mejor manera de jugar es jugar siendo un niño. Un verdadero niño con verdadera irresponsabilidad y locura en el comportamiento.


Gracias a dios siempre tuve más imaginación que inteligencia. O gracias a dios mi imaginación siempre fue lo más inteligente que tuve. Mi primer recuerdo es un recuerdo en blanco y negro. No sé a qué puede deberse este detalle, pero les aseguro que no es la búsqueda voluntaria de ningún efecto poético, eso sería demasiado clásico para mi estilo. Recuerdo sillas de plástico duro, un precario escenario de madera y un cantante que acompañado sólo de su guitarra y su armónica mantenía emocionada a toda la audiencia. Entre ellos estaban mis padres. Y yo, el más pequeño de sus cinco hijos. Mucho tiempo después, en una conversación casual con mi madre, me enteré de que aquel cantante era nada más ni nada menos que León Gieco. Y también supe que en aquel momento yo habré tenido apenas unos tres o cuatro años.




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