jueves, 13 de mayo de 2010

ESPEJO RETROVISOR (CAPÍTULO 4)




No sé si era un día soleado o un día de muchas nubes: ese es un detalle más que quedó enterrado en el tiempo, sin cruces o ataúd, tragado a secas por la selección natural del olvido. Lo que sí sé es que cierto día empecé a ir al jardín de infantes de la Escuela Normal Superior. O sos normal o sos superior: siempre sospeché una conspiración semántica en la cercanía nominativa de esos vocablos. Si existe el sentido del humor también es probable que exista el absurdo del mismo. Pero todo esto es una estúpida farsa, porque el sentido en ese sentido tiene claramente otro sentido.


Bichitos colorados: ese era el más que inquietante nombre oficial que le dieron a mi jardín de infantes. Y entonces ya tenía mi guardapolvo rojo y mi bolsita de tela del mismo color con mi nombre completo bordado en blanco. Encantador. Al menos era eso lo que los adultos decían todo el tiempo: encantador, tan encantador. Mi mamá siempre me daba una reluciente manzana roja para ir comiendo en el camino. Todo era rojo: el guardapolvo, la bolsa, la manzana. No es nada extraño que el rojo todavía sea mi color favorito. Aunque ahora lo relaciono más con otras cosas como la sangre, la pasión, la carne cruda de los placeres y el instinto feroz de encontrar mi muerte en otros labios. Oración que nos lleva a pensar que también me estoy volviendo loco. Pero no es para tanto, che. Hay locuras que no se padecen. Lo que pasa es que a veces uno mismo es la metáfora. Y por más vueltas que le demos a la idea nos encontramos con el espejo inefable, siendo indiferentemente lo que las reacciones de los demás nos hacen creer que somos. Contra esas cosas peleo a puño y letra. Quizás desde una edad demasiado temprana. Quizás desde esa edad utópica pero práctica a la hora de llevar adelante una vida: esa infancia asumida con el convencimiento racional del adulto.


Pero uno de esos primeros días de jardín lo pasé en la casa de mi tía, una de las tantas, que realmente no era mi tía pero así la llamábamos y se adaptaba a la función de esa palabra. En vez de una manzana me dio una galleta tan redonda que mis dientes apenas lograban arañarla. Estaba con un primo de mi misma edad y con esa galleta fuimos jugando a la pelota hasta llegar a la puerta de la escuela, del jardín de infantes Bichitos Colorados. Después, como la maestra jardinera todavía no llegaba, nos metimos en la sala de niñas y desordenamos todo tirándonos muñecas, sillitas y almohadones. Desordenar. Eso es lo que nos gusta hacer de niños. Desordenar, cambiar el orden, empezar de cero y terminar empezando otra vez. Algo así. Algo por el estilo. Todo en realidad, casi todo por el estilo. ¿Pero qué es el estilo? Supongo que algo propio, único y necesariamente irrepetible. Algo que actuando con naturalidad no nos debería costar demasiado. Esa idea fetal, ese impulso básico desde el cual absolutamente nadie podrá imitarnos. Y todos, con buen estilo, seremos tan únicos como necesarios: piezas fundamentales y orgánicas de una obra que todavía estamos tratando de entender.



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