viernes, 7 de mayo de 2010

ESPEJO RETROVISOR (CAPÍTULO 1)



Señoras y señores, perros y gatos, drogones y abstemios, suicidas y suicidados, muertos y matados, orgánicos y sintéticos. En fin, bienvenidos quizás por última vez a esta mágica pero real celebración del delirio, a esta cruel pero orgásmica combinación de palabras. Ahora déjenme decir la pura verdad sin hielo, la posta útero de la posta semilla: esta historia no es para todos. De hecho esta historia no es para nadie. Pero ojo que las trampas se visten de novia ninfómana o príncipe azul según los casos. Confíen en mí aunque no siempre me crean. Sean intrusos educados.


Todo empezó adentro de mi maravillosa y brillante cabeza. Y lo digo de este modo porque hay momentos en los que la humildad tan humana nos pierde el talle debido a la vertiginosa y siempre inexplicable floración de una personalidad que va más allá de nuestra raza. Es un traje que nos queda chico y lo rompemos sin asco para mostrarnos con la inocente y frágil y viscosa desnudez con la que entramos a la vida en el planeta tierra. Y ya que entrar en la vida incluye en el paquete asegurarnos de una muerte cuyos métodos desconocemos, extasiémonos con cínica gracia y dulce decadencia en el orgiástico fango donde germinan nuestros verdaderos deseos. Ya sé que son demasiados adjetivos pero no estoy acá para curarme de mis vicios literarios y mucho menos para analizar la quizás voluntaria tragedia de mi estilo. Así que hablemos de otra cosa. Bla, bla, bla. Ble, ble, ble. Bli, bli, bli. Blo, blo, blo. Blu, blu, blu. Cosas así son las que instalan un efecto en blanco en el que ustedes mismos son los responsables del sentido, volviéndose extranjeros ante la causa. Oh, por favor. ¿Acaso estoy hablando en otro idioma?


Yo era un niño normal hasta que empecé a leer el diccionario. Mi madre siempre cuenta la anécdota en la que un amigo de la familia me dijo “Hola, cabezón. ¿Dónde está el rrope?” Todos los presentes que ya llevaban más tiempo que yo en el planeta tierra se dieron cuenta de inmediato que se refería a mi querido perro Barbita. Pero yo dije que no conocía esa palabra y que iría adentro para buscarla en el “occionario”. A todos le pareció encantador que use el diccionario antes de poder decir diccionario correctamente. Yo me sentí decepcionado al no encontrar una simple palabra en un objeto cuyo nombre era otra palabra que todavía no sabía pronunciar. Supongo que así nacen los poetas mal hablados. Al menos ese fue mi caso. En ese momento, sin darme cuenta de nada, mi relación palabra-realidad dio un giro inesperado, sufrió una íntima metamorfosis que varios años después se manifestaba como un secreto en mis primeros poemas.





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