jueves, 19 de agosto de 2010

INTEMPERIE DEL SENTIDO (CAPÍTULO 5)


Es extraño darse cuenta de que uno duerme cada vez menos. También es extraño que a pesar de que el tiempo se reduce uno sueña cada día sueños más largos y complejos. A veces, en ciertos momentos de la madrugada, la realidad se me mezcla con el sueño y el sueño de pronto parece “realizarse”. Ahí es cuando despierto de nuevo, elevado hasta la fiebre por una desesperación autómata, un insecto que sigiloso recorre mi psicología. Las puertas se abren rompiéndose a si mismas, y una vez abiertas no hay forma de clausurar los cauces de luz o sombra, según los casos. Siempre se ha dicho que todo dios es inmortal. Por eso, para vivir como un dios es estrictamente necesario que no te importe morir. Debés eliminar por completo la noción de muerte, o en el caso de tenerla, ya no debes asociarla a ninguna de las razas del miedo.


La noche, oscuramente azulada, caía sobre nosotros semejante a una espesa pincelada de Van Gogh. Nuestros cuerpos, automáticos y feroces, se encauzaban despacio hacia la plaza principal del pueblo. Era el frío y el invierno. Era el gris de la angustia empapando nuestros corazones. Entrábamos los cuatro, aunque un poco apretados, en aquel horrible y mal cuidado banco rojo. Esta situación, que nos hubiese resultado incómoda bajo la luz de otro clima, nos ayudaba a soportar aquel frío metálico que mordía nuestros huesos. Y hablando de huesos hay ciertas vértebras que duelen. Realmente desconozco la causa, pero es un hecho que la mayoría de los escritores realizan sus obras en posiciones incómodas. Y como ya habrán notado, adoro las innumerables ramas del árbol. Adoro esos esqueletos quejumbrosos que parecen buscar el cielo. Y las raíces de la pasión ya tantean el pecado, la perversa hospitalidad del infierno.


-Mirá la iglesia –murmuró Malena, tocándome el rostro como un ciego que intenta reconocer a su enemigo mientras siente el frío metálico del revólver. Era el invierno y el frío, aquel frío metálico que mordía nuestros huesos.

-Qué pasa con la iglesia? –le dije, arrancándome la máscara de sus heladas manos, al mismo tiempo que abría la petaca de licor y empezaba a beber flores, primaveras y odiosos recuerdos de la infancia. Quizás este sea el camino, “paso a pozo” como decía Oliverio Girondo. Todavía lo sigue diciendo.


La idea de Malena era entrar a la iglesia y subir hasta el alto campanario, desde donde podríamos ver por un lado los techos de las casas y por el otro la línea femenina del horizonte. A esas horas de la noche la iglesia estaba cerrada, frígida y a oscuras como casi todas las instituciones. Debido a eso no tuvimos más opción que trepar a cierta virgen, pisando los inmóviles pliegues de su vestido, sujetándonos en sus hermosos pechos de piedra y así hasta poder saltar el muro que estaba ubicado detrás. Cualquier semejanza con la ficción es pura coincidencia. Caímos en una especie de patio-pasillo, haciendo malabares en el aire para que las botellas no se fuguen de nuestras manos. Después de orinar en las paredes escribiendo nuestros nombres, nos dedicamos a destruir la vida vegetal que tímidamente se asomaba desde los planteros.


-Dios tiene malos decoradores –dijo Valeria, examinando el color de los pétalos muertos, la forma vulgar de las macetas y los sectores sin revocar de los muros.

-Tenés razón –la siguió Malena, encendiendo un cigarrillo, completamente ensimismada y con la mirada perdida en la cruz final del campanario.

-Esto es de novela –dijo Roger.

-Es distinto –lo corregí en medio de un trago -, porque acá y ahora cualquier semejanza con la ficción es pura coincidencia. Algún día quizás me siente a escribir todo esto, cuando lo que pasa acá empiece a tener nostalgia de feto, cuando caiga por fin la primera oración.


Valeria y Malena comenzaron a aplaudir despacio, burlándose entre risas de mi breve discurso sobre la situación. Roger, sin embargo, se limitó a pasarme su enorme botella de vodka al ver que mi petaca ya estaba vacía. Una vez que nos aventuramos hacia el final del pasillo cada vez más angosto, encontramos una humilde puerta de madera, la puerta que nos llevaría hacia el tranquilo interior de la iglesia en penumbras. Entramos como pájaros bohemios que se asoman a la terrible nostalgia de la jaula, arrastrando los pasos, con los cigarrillos al borde de los labios, con las botellas colgando de nuestros brazos. Nos sentíamos como sombras y de pronto deseé adaptarme a los rincones, quedarme ahí como una alfombra hasta ser devorado por la boca solar del nuevo día. Lectura-collage con aprendizaje pasional a kilómetros de la razón. Fue entonces cuando nos desnudamos, un jazz de latidos inconexos, jadeantes como animales, ofreciéndonos a cualquiera que se digne de apreciar su creación. Y de pronto me parece escuchar la voz de Niestzsche, diciendo que “el hombre, en su orgullo, creó a dios a su imagen y semejanza”.


Entré al confesionario como quien calcula con el dedo la temperatura del agua. Malena me siguió por puro instinto, aspirando los leves colores de mi rastro, gateando desnuda y primitiva: animal y bebé al mismo tiempo. En aquella reducida cabina el pecado se había vuelto lenguaje, lenguaje que a su vez se había vuelto humedad de las paredes, humedad que se había vuelto dibujo: un singular dibujo surrealista que revelaba, de forma oscura, los inútiles manotazos de los eternos condenados. Seremos el infierno por culpa de lucir la pureza, por haber bautizado la felicidad con lágrimas, por apropiarnos destructivamente de la obra divina.


Recuerdo todo esto desde acá, tirado como un enfermo sobre la cama de escribir, mientras el cigarrillo humea en el cenicero. Me encuentro a solas con mi función, entregado a este cruento ballet cavernícola. Soy un arpa, el símbolo del dolor mudo, la electricidad orgánica que te impulsa a la carcajada o al suicidio. Y para colmo tengo que ver cómo mi gata se lame a sí misma. Su femeneidad es realmente increíble. En cierto sentido se podría decir que se parece a Malena. Ella siempre andaba de una forma felina. Siempre la luna, siempre la noche, siempre su equilibrio a pesar del alcohol y siempre su voz enternecedora: hablaba de tantas cosas que llegaba un punto en el cual todo se transformaba en un sensual y convincente ronroneo. Es maravilloso hacer las cosas en el espacio y en el tiempo en el que aflora el impulso. Por supuesto, Malena comenzó a subir la antiquísima y crujiente escalera que daba al campanario, a esa cima erecta tan anhelada por nuestra absurda rebeldía. Yo iba tras ella, asombrado por la agilidad de sus piernas elocuentes, por esa magnífica blancura en penumbras.


Siempre le grito a la misma intemperie y presiono el bemol de la anécdota. No sé por qué. Desconozco la causa. La pura verdad es que no hay razones para tener verdades puras. Pero siempre los bemoles y la distorsión, las cuerdas desafinadas y los vidrios rotos, las novelas que establecen la estabilidad de la mesa y la botella que hace sus veces de florero. La cuestión es que Malena abrió la mochila: sacamos nuestras ropas y las cuatro botellas de vino licorado que le habíamos robado al cura. Siempre nos resultó divertido hacer cosas divinas en las instituciones castradas del señor.







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