lunes, 23 de agosto de 2010

INTEMPERIE DEL SENTIDO (CAPÍTULO 7)


Entrar en aquel club nocturno era como multiplicar de pronto la capacidad fantasmal de la noche. Los espesos ojos amarrillos de las luces parecían levitar sobre las mesas, y la barra se alargaba como esas rutas que se esfuerzan por ganar el horizonte. Y después los clichés estrictamente voluntarios: o sea ventiladores lentos, un mozo sin cara secando un vaso de whisky, la camarera sexy que anota su número de teléfono en una servilleta, y el borracho insoportable que desde el fondo de la barra pregunta a dónde queda el baño. Casi me olvido de las dos bailarinas semidesnudas que danzan sobre una plataforma, aferrándose a esos caños cromados que en la mayoría de los casos desentonan con el ambiente.


Los tacos de Malena comenzaron a sonar hasta que fueron interrumpidos por una banqueta que se arrastró hacia ella y por uno de sus codos apoyándose en la barra. “La engañosa simetría del espejo”, pensó sin saber muy bien por qué. “La engañosa simetría del espejo”, volvió a pensar, aún desconociendo el verdadero significado de aquella frase que hasta ese momento era una frase que simplemente sonaba bien. Pero de pronto se dio cuenta y murmuró “La engañosa simetría del espejo: del otro lado nunca nada es igual”. De todos modos la profundidad ya comenzaba a tornarse superficie, y todo aquello era algo tan estúpido, y todo aquello ya parecía algo que simplemente sonaba bien. Quizás demasiado bien para la saturación apagada de sus agudos sentidos. Pero para qué tanta simetría y tantos espejos, ya era hora de embarrarse, de ser real en holograma, de ser real en un mundo tan fantástico como pegajoso.


-¿Qué se va a servir, señorita? –preguntó el camarero.

- Vodka con limón –le respondió Malena, mientras metía la mano en el bolso en busca de los cigarrillos.


Malena era la enfermera roja. Malena entre humos esperando a su ingenua compañera de trabajo. Malena era el vestido ajustado de los suburbios lluviosos. Los blancos pasillos de los hospitales la agobiaban. Solía mirarse el guardapolvo del mismo color y se creía parte de ese continuo sufrimiento. Las esquirlas de la esperanza le lastimaban las manos. Sangre. Deseaba ofrecer algo y en ese mismo momento se convertía en la enfermera roja, la malvada, la cualquiera que se mete en callejones para embriagarse. Quizás algún día las piezas se encarguen de formar la imagen. Quizás algún día las razones dejen de enfermarse. El punto es que ya no se podía seguir así, los rostros de sus enfermos le hacían recordar los bordes de aquel amor rodeado de vacíos, le hacían recordar la mirada de aquel muchacho, la aterradora intemperie de esa mirada.


Y Fabiana continuaba ausente, se hacía esperar, instalaba el ansioso vacío de su falsa presencia. Indiferente y despreocupada, sus ojos anochecieron sin esperanzas de que apareciera su compañera. Un óleo nocturno tan suicida como caníbal. Lo mejor sería terminar con lo que había empezado, seguir bebiendo hasta que el olvido deje caer sus pesadas gotas de lodo.


Fabiana había comenzado a trabajar como enfermera gracias a la ayuda de Malena, que ya estaba habituada al ambiente y conocía a más de un doctor en ese hospital. Fabiana era la típica adolescente aficionada a la música electrónica y a cualquier tipo de estudio que se relacione con lo artístico. Había secretos, por supuesto, oscuros secretos que la embarraban sensualmente, haciéndola jugar con fango para formar su propio mundo, a veces melancólico y bohemio, a veces apasionado y libre. Como siempre había excepciones y tropiezos, las alas de Fabiana solían ser bastante torpes, chocaban con los barrotes de la jaula o de lo contrario le tiraban viento en contra. La blancura de su tez y la alineación felina de sus ojos claros le daban una apariencia europea que le acercaba varios hombres y la enemistaba con varias mujeres. Realmente una lástima si consideramos su lesbianismo y la forma extrovertida de vivir su condición. Ella veía en el lesbianismo la simetría y perfecta duplicación de la belleza, una constante dilatación que abarcaba todos los planos del color y la forma. La engañosa simetría del espejo para ella no tenía nada de engañosa. Todo lo contrario, para ella la simetría del espejo era profundamente verdadera. Era maravilloso ver el uso que ella hacía de esas falsas ventanas. Se pasaba horas frente al espejo, dándole forma a su espesa cabellera, contemplando la femineidad de sus ojos somnolientos. El lado oscuro de la luna revelándose con los breves fogonazos de un idioma tan literario como corpóreo. Tenía la manía o el hobby neurótico de leer y releer cuanto libro de medicina caiga en sus manos: era una forma un tanto caníbal de amarse a sí misma, la introspección desde un plano visceral.


Los espejos están en todas partes, ocupan espacio como el agua que se derrocha, reyes omnipresentes de la jungla urbana, extrañando siglo tras siglo el jardín vaginal de Alicia. Son la falsedad de las ventanas, la ilusión óptica que nos mantiene en la monotonía de la superficie. Reclamamos la ruptura pero la cuestión es difícil: esquirlas de rostro ante la soberbia fortaleza del reflejo. Antifaces y guantes blancos, caricaturas grotescas y gestos incongruentes, el absurdo de alto voltaje y la demencia a flor de piel. Fabiana se aprontaba para encontrarse con Malena, se maquillaba lentamente, poniendo cuidado en los más mínimos detalles, tratándose como si fuera de porcelana. Fue entonces cuando sonó la puerta, sorprendiéndola y haciendo que el lápiz labial doble en la dirección equivocada. Terrible error. Eso la haría demorar al menos otros diez minutos. Cuando Fabiana abrió la puerta no pudo creer lo que vio, su rostro empalideció de pronto y una lágrima recorrió su mejilla, haciendo que el delineado de un ojo forme una oscura rajadura en su rostro de porcelana. La bella princesa ahora se transformaba en una criatura grotesca. La alfombra roja mostraba su revés negro. Fabiana tenía el gesto de un absurdo cuadro expresionista. Alguien había removido el óleo de un manotazo indiferente. El sufrimiento se dilata en todos los planos posibles. La melancolía inserta sus ásperas raíces en los corazones afinados como arpas. Doblada cual bandoneón, Fabiana no supo qué hacer y optó por abrazarse con un gesto chaleco de fuerza. Era como si reclamara su propio cuerpo. Y después retrocedió un poco, lentamente. Frente a ella estaba el terror. Un terror que reclamaba su producto sexual. Un terror que la empujó violentamente hacia la cama. Un terror que rompió de un puñetazo su preciado espejo: símbolo de su lésbico narcisismo. Sí, un terror que le cortó el cuello con un trozo triangular del espejo roto. Ahora también ella era la enfermera roja, un rojo espeso en plena fuga, un rojo que era sangre y auxilio.


Los espejos están en todas partes y nunca esconden los dientes. Tu propia imagen puede destruirte. La belleza se te puede volver en contra. Qué pena morir así: con ese gesto grotesco y tan mal maquillada. El proxeneta se sentó en el sofá, tomó un trozo del espejo y armó sobre él tres líneas de cocaína. Aspiró de forma frenética y se retiró tranquilo, acomodándose la corbata y quizás esforzándose para borrar el reciente recuerdo.







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