domingo, 2 de agosto de 2009

LA SOLEDAD MÁS CONCURRIDA


El reloj despertador sonó exactamente a las 7:30 a.m., la hora en la que él mismo lo había programado la noche anterior. Por más mínimo y absurdo que nos resulte, ese fue su pequeño drama agigantándose de pronto, ya que el señor Vallejo sentía un odio visceral hacia la idea de que estamos “programados” para hacer sólo cierto tipo de cosas o para convertirnos sólo en cierta clase de gente. Lo demás ya es historia: o sea, esto que estoy tratando de llevar adelante aferrándome lo más que pueda a los hechos y las circunstancias reales.

Se sentó en la cama y se pasó las manos por el rostro varias veces. Era como si tratara de desdibujar inútilmente algo que lo asustaba. O tal vez reacomodaba los gestos que usaría en el transcurso de las próximas horas. Luego, con los ojos brillando como los ojos de un niño, peinó dos líneas de cocaína sobre el libro de turno que estaba sobre la mesa de luz. Se trataba de “La insoportable levedad del ser”, de Milan Kundera. Aunque este es un detalle que quizás carece de importancia. Un par de días hacia atrás, o un par de días hacia adelante, y el libro también hubiese sido otro.

-Hola. ¿Con la tienda de disfraces? Llamaba para confirmar el horario y saber si ya tienen preparado mi pedido. No quiero parecer muy molesto llamando tan temprano pero tengo un largo viaje en auto hasta allá y no quiero dejar ningún detalle librado al azar. Bueno. Por supuesto, no hay problema. Muchas Gracias.

Ahora sí, mientras los efectos eufóricos de la coca disminuían, el señor Vallejo comenzó a preparar ese desayuno tan especial para ese día tan especial: una copa gigante de vino, dos ansiolíticos, y como exceso y broche de oro, tres medialunas y cuatro cucharadas soperas de dulce de leche. Después se vistió de la forma más elegante que pudo, y acomodándose el bigote y la corbata frente al espejo, no pudo evitar una cínica sonrisa ante el descabellado y breve futuro que se había planeado. Entonces por fin se subió a su auto, un reluciente Alfa Romeo, y emprendió la marcha hacia la tienda de disfraces.

Regresó ya cerca del mediodía, completamente disfrazado de payaso, de pies a cabeza, tenía incluso la cara maquillada como tal y se había teñido el cabello y los bigotes de un alucinante rojo sangre. Su perro, recientemente rebautizado Firulete, lo miró con ese desconcierto que sólo los perros son capaces de expresar. Y la verdad que no era para menos. El amo y señor de la casa se había vuelto completamente loco. Su ridícula apariencia quedaba como fuera de lugar en toda la elegancia clásica del departamento.

A veces desconocemos las consecuencias. Siempre desconocemos las causas. El señor Vallejo se sentó a la punta de la mesa. Frente a él había una torta tan grande que el simple hecho de mirarla ya lo empalagaba. Entonces sacó un revólver de sus coloridos pantalones y se lo llevó a la boca sin molestarse en borrar esa estúpida sonrisa. Dicen que encontraron a Firulete moviendo la cola mientras pasaba la lengua por el orificio de salida de la bala. Eso después de haber comido gran parte de la torta, por supuesto.

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