martes, 5 de enero de 2010

TENÍA CARA DE LLAMARSE JACK





Me gusta la lluvia porque siempre cae. Me gusta la lluvia porque nunca sube. Me gusta la lluvia porque ( a pesar de que digo que me gusta la lluvia) siempre me obliga a refugiarme en algún sitio. Y aunque suene cobarde me resulta satisfactoria la seguridad (sentimiento efímero) de meterme en un lugar cálido y viciado. Siempre he dicho que nueve meses no son suficientes y que uno anda con ganas de útero durante toda la vida. Siempre he dicho tantas cosas que empiezo a desconfiar de la hemorragia de estupideces que me mancha la boca y me vuelve coprófago. Hace bastante tiempo que miro los espejos con grandes signos de interrogación en los ojos. En mis ojos (siempre llenos de relámpagos sanguíneos) bien abiertos a este mundo o bien cerrados a otros mundos posibles.


No recuerdo con exactitud cuánto caminé aquella noche, pero fue lo suficiente como para mirar alrededor y no reconocer la soberbia mirada de los semáforos, las calles grises e inhabitadas, los carteles luminosos y las fachadas coloridas de los edificios. Sólo la luna y la noche y la lluvia (que siempre cae y nunca sube) me parecían familiares. Familiares!, qué palabra asquerosa. Sin embargo, la lluvia continuaba cayendo y cayendo y mordiendo el polvo y haciendo barro sin la más mínima intención de subir, de volver a ese cielo con el que me rompieron las bolas todos los soleados domingos de mi infancia. En esos tiempos yo quería felicidad. Ahora me resigné a querer placer, o sea alcohol, alucinógenos, humo, conchas y por qué no resacas. En esos tiempos yo quería corretear con mis amigos por el césped de las plazas, quería ir de vacaciones (con mi familia que hace rato –cuatro hijos- había dejado de ir de vacaciones) y alimentar con hermosos castillos de arena a la espuma del mar. Pero no. Tenía que ir a catecismo y arrodillarme y humillarme ante un verdugo que ni siquiera mostraba su máscara y decir “Oh, padre, he pecado”. Y ahí nomás me mandaban a rezar, a repetir muchas veces esas cosas que me hacían memorizar todos los soleados días de mi infancia. Entonces yo era un loro de cuclillas ante la estatua crucificada de Jesucristo, ante esos inmóviles ojos de piedra. “¿Por qué Jesús está crucificado y semidesnudo?”, le preguntaba a mi mamá con mis ojos de niño al que le hicieron entender que había pecado. “A mí no me gustaría que todos me conozcan por mi peor momento de humillación y de ridiculez y de sufrimiento”. Pero mi mamá me decía que me calle la boca y que continúe escuchando la misa de la que en realidad no entendía ni media palabra.


“Hay que leer con la punta del glande”, creí haber oído cuando metía mi cuerpo (quién sabe por dónde andaba mi cabeza) en uno de esos bares que siempre están a una cuadra y media de la lluvia. Giré la cabeza como un loco. Pero no. No había nadie lo bastante cerca como para poder susurrarme esas palabras, esas palabras arrastradas por un aliento a tabaco que creí sentir en la oreja izquierda. Como siempre hago en esos casos, supuse que todo fue producto de una imaginación desarrollada a fuerza de aburrimiento. Había mucho humo. Humo atravesado por luces rojas. Humo atravesado por luces azules. Humo artificial que salía por la boca de un aparato. También había humo proveniente de cigarros, cigarros y cigarros fumados de un modo altivo por señores y señores que discutían en el rincón más distante. Había mucho humo, y dejándome envolver por él, caminé con inseguros y torpes pasos hasta la mesa más solitaria, desde donde me llegaban escombros de murmullos mezclados a un interesante blues. Había mucho humo. Todo parecía hacerse humo menos el humo.


El humo de mi cigarrillo me entró en los ojos. Y ojo cuando el ojo arde lleno de humo: es horrible. Desgraciadamente tuve que bajar los párpados, cerrar los ojos con fuerza a fuerza del ardor. Digo “desgraciadamente” porque siempre que cierro los ojos la mente es desgraciada. Y entonces: ah. En la oscuridad de mis ojos bien cerrados empecé a distinguir algunas siluetas. La oscuridad se disipó de golpe y vi los glúteos de Nancy. Los rosados o rosaditos glúteos de Nancy separándose gracias a la viril y despiadada fuerza de mis manos: borrachas bien borrachas y con piojos en las uñas. Después me pareció escuchar el murmullo de un televisor eternamente encendido en la habitación vecina. Y por último, siempre por último, vi mis manos que agarraban el pelo rojo de Nancy. El pelo rojo de Nancy. El pelo rojo de Nancy que ahora me lamía humildemente la punta del glande. “Hay que leer con la punta del glande”, me acordé, justo cuando abría los ojos y dejaba de refregármelos. “Hola. ¿Qué se va a servir?”, me preguntó la camarera, que dicho sea de paso, estaba buenísima con ese escote. “Hola. Tráigame un vaso de vodka con limón”, le dije, lamiéndome los labios con un gesto no disimulado de psicópata sexual.


Ja, ja, ja, ja. Después del cuarto vaso de vodka yo no podía dejar de reírme. Y al rato nomás, cuando mi risa comenzaba a hacerse lágrima (siempre me pasa), en la mesa de al lado donde no había nadie se sentó un tipo que venía acompañado por su novia pelirroja. La pelirroja sentóse en su regazo después de que él le indicara ese lugar dándose unas palmaditas. “¿Qué es lo tan graciosamente triste?”, me interrogó Jack (no sé por qué me pareció que tenía cara de llamarse Jack), tomándome por sorpresa. “Concha. Concha. Concha. Hay que leer con la punta del glande”, le dije a Nancy con los ojos bien abiertos. En la mesa de al lado donde no había nadie Jack cerró los ojos dejando que yo vea lo que quería ver. Pero había mucho humo. El humo no se moja con la lluvia. El humo no se moja con la lluvia. Si el humo no se moja con la lluvia, ¿por qué carajo se mete en los bares?







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