jueves, 31 de diciembre de 2009

Y TAMBIÉN LAS COINCIDENCIAS (a Luri Esquinazi, una fiel lectora)



1


Le encanta sumergirse en ese tipo de actividades que hacen que uno se olvide del tiempo y del espacio. Aunque claro, por supuesto, no estoy hablando de un olvido absoluto, sino de una suerte de amnesia parcial donde el espacio es el cuerpo y el tiempo se reduce a la continua torpeza del tic-tac cardíaco que nos resucita y nos resucita, aniquilando con una paciencia exasperante todo deseo de nuevas resurrecciones. La mujer que de pronto se convierte en gata. La gata que de pronto se convierte en ratón. El ratón que se harta de vagabundear y se aproxima a un espejo para ver, ya sin asombro y con una sólida resignación, la rancia e inmóvil imagen de un queso.


Entonces Evelyn corta una rebanada de queso y la coloca con inútil cuidado sobre una rebanada de pan casero. Mientras come el sánguche se pasa la mano izquierda por el pelo en una operación que es puro aburrimiento y quizás síntoma neurótico. Las migajas de pan, frágiles víctimas de cada suave y crocante mordisco, caen con la velocidad que le es propia a esos diminutos pedacitos de muerte. Evelyn continúa metiendo los dedos en su ondulado cabello oscuro que le llega hasta los hombros. “¿Dónde estará Enrique?”, se pregunta Evelyn, un poco triste pero a la vez un poco contenta porque sabe que Enrique suele aparecer justo cuando alguien (en este caso, ella) empieza a hacer preguntas sobre él, sobre su casi siempre desconocido paradero. Así que “¿Dónde estará Enrique?” era al mismo tiempo una pregunta y un llamado, un gruñido que prologa un ronroneo, la rara nostalgia de un tiempo que se anula pues ese tiempo volverá física y repentinamente representado en Enrique, que ahora ya está en la calle, bajo la lluvia, con el dedo índice a dos centímetros del timbre de la casa en donde Evelyn se lamenta su ausencia. “Son esas cosas que siempre pasan y que nunca se podrán explicar”, decía Enrique cuando algún allegado le preguntaba que cómo era posible que apareciera en el momento en que alguien lo ama, lo odia o simplemente lo instala (sin demasiados motivos) en la conversación. Aunque es verdad que cada tanto Enrique no podía resistirse y se jactaba de ser el centro de una magnífica sucesión de coincidencias, que vaya a saber uno cuándo volvería a darse y con quién.


-Ya estaba sospechando que ibas a ser vos –dijo Evelyn después de abrir la puerta y mirar el rostro empapado de Enrique.

-Y yo estaba sospechando que vos te habías preguntado por mí –dijo Enrique, completamente conciente de que las coincidencias lo favorecían.

-Sí, es verdad –afirmó Evelyn de una forma cortante-. ¿Cómo carajo hacés?

-Son esas cosas que siempre pasan y que nunca se podrán explicar –dijo Enrique poniendo el pie derecho dentro de la casa de Evelyn.


La lluvia, la noche, la luna, las estrellas, los grillos y algún que otro ladrido se tuvieron que quedar afuera. Enrique y Evelyn se besaron en los labios. La puerta, que de pronto se cerró a la noche pareció abrirse al amor, a la intimidad de dos adolescentes que se complementaban tanto en sus euforias como en sus depresiones.


Sí, claro, obvio y por supuesto, ahora harían el amor como tantas veces lo han hecho, o quizás lo harían un poco mejor. Cada relación sexual se daría con más confianza, con menos pudor y con esa segura libertad de transgresión que empiezan a tener las cosas a medida que se tornan cotidianas. Sí, claro, obvio y por supuesto. Pero decir a medida que se tornan cotidianas no es lo mismo que decir una vez que se hayan tornado cotidianas. O sea que paralelamente a la mayor confianza, al menor pudor y a la segura libertad de transgresión estará presente el miedo a que de tanto hacer cosas nuevas ya no queden cosas nuevas, y todo adquiera así un grado insoportable de repetición y de aburrimiento ante lo que podría volverse una mera rutina genital. Pero por el momento esto no era lo más importante, Evelyn y Enrique se habían conocido hace apenas dos meses y estaban pasando por una deliciosa experiencia sexual. Por supuesto, obvio, claro y sí, una experiencia sexual donde el instinto le daba latigazos a todo estúpido razonamiento.


Entonces Evelyn arañaría la espalda de Enrique. Y Enrique tomaría esos arañazos como una invitación a ser más violento. Y Evelyn arañaría de nuevo la espalda de Enrique invitándolo a que se calme. Pero Enrique interpretaría los arañazos como lo había hecho anteriormente. Y a Evelyn, por supuesto, le terminaría gustando ese juego de incomprensiones donde irónica y salvajemente lo masculino y lo femenino se comprendían. Y no se lo explican pero sí. Y no se lo explican pero es obvio. Y no se lo explican, por supuesto.


Evelyn encendió un cigarrillo y empezó a fumar despacio, dejando que el humo salga espeso y mirando el techo casi sin mirarlo. Se notaba que la mirada verdadera apuntaba hacia otra parte, tal vez hacia esa zona de cuidados recuerdos y ensayadas nostalgias. Cuando Evelyn aspiró la sexta pitada Enrique se sentó al borde de la cama y se pasó las manos por la cabeza, despeinándose con ademanes que oscilaban entre la preocupación y el aburrimiento.


“Es estúpido pensar en la muerte cuando la muerte no piensa en nosotros”, pensó Evelyn. “Al pensar de cierta forma se está resucitando al objeto del pensamiento, si es que alguna vez murió. Pero la muerte nunca nos resucitará. Sólo es algo que de vez en cuando está ahí, presentando su ausencia en determinadas atmósferas y palabras, palabras, palabras...”


-¿En qué estás pensando? –preguntó Enrique.

-En la muerte –respondió Evelyn.

-Te dije mil veces que pensar en la muerte es inútil.

-Ya sé, en eso estaba pensando.

-No vaya a ser que con la muerte te pase lo mismo que te pasa conmigo y dentro de un rato suene el timbre –bromeó Enrique.

-Y bueno, en ese caso le diré pase señora muerte, con esta lluvia se le va a oxidar la guadaña.


2


Fray y Roger se juntan casi todas las noches en el Pub de la esquina Belgrano y Sarmiento, en donde domestican al frío con whisky on the rocks y mesa cercana a la lumbre del hogar. Como siempre sucede en los pueblos chicos, el barman es un amigo más, y si por ahí falta dinero no hay problema otro día me alcanzás la plata. Esa es la causa por la que nunca queda ni un mínimo espacio para que el frío (invierno) despliegue su rugido. Por supuesto que no, carajo, whisky on the rocks, mesa cercana a la lumbre del hogar y el frío ronronea a los pies de Fray y Roger, mansamente.


Al Pub “Morris” no suelen concurrir demasiadas personas, mucho menos cuando un aire invernal se pasea por las calles solitarias, haciendo que los viejos opten por pasarse horas frente al televisor y el café, y que los más jóvenes como Roger y Fray pero a la vez tan distintos elijan otros lugares malsanamente repletos de gente (donde, según dicen, se rodean de una gran calidez humana, bah). Por eso, pasar las noches en el “Morris” les resulta más íntimo, más cómodo, y allí se puede hablar de cualquier cosa confiando en el volumen medio de la música. No como en otros lugares donde el exagerado volumen de la música obliga a que las conversaciones se den a los gritos, y de pronto plaf, aparece un inesperado hueco de silencio y Roger o Fray terminarán diciendo en voz alta, y para oídos de todos, cosas tales como “me la cogí contra el muro” o “me cago en Neruda”.


Preferían los lugares y atmósferas propicios a la conversación, es verdad. Sin embargo, el término “conversador” no se adhería con facilidad a ninguno de ellos. Solían pasar largos ratos sumidos en el más lúgubre de los silencios, usando la boca tan sólo como puerta de whisky y de cigarrillos. En esos casos aparecía en escena el barman Felipe, queriendo espantar como quien espanta moscas las caras agrias de su clientela.


-Hey, muchachos –decía Felipe-, hablen y muévanse un poco. La gente cree que son unos maniquíes de bar. En serio, che, demuestren que son borrachos de carne y hueso, de raza, de tradición, y por supuesto de herencia genética.


Y ahí comenzaban a reírse como locos. Y al rato, plaf, no sabés el sueño que tuve anoche, yo ayer me crucé con una mina que no te imaginás, y bla bla y bla bla. Después, sexto whisky on the rocks y ya no los detenía nadie, ya estaban conversando sobre rieles aceitados, inflando el pecho, tomando aire y tirando humo como toda buena locomotora.


-Qué raro que todavía no vino Enrique –dice Roger, haciendo sonar con el dedo los hielos de su whisky.

-Debe estar en la casa de Evelyn –dice Fray mientras se rasca el mentón.

-¿Estaban hablando de mí? –pregunta Enrique en voz alta desde la puerta del Pub.


Roger, Fray, Felipe, y ahora también Enrique son los únicos que quedan en “Morris” a las tres y media de la madrugada. De pronto empieza a llover otra vez. La lluvia se había detenido durante más o menos media hora, tiempo más que suficiente para que Enrique haya podido recorrer, sin mojarse, las nueve cuadras que separan la casa de Evelyn del Pub “Morris”. “¿Estaban hablando de mí?”, había preguntado Enrique al entrar, y no porque haya escuchado que Roger habló de él, sino porque escuchó que Fray habló de Evelyn. Y Enrique estaba convencido de que si se hablaba de Evelyn irremediablemente se había hablado ( o se hablaría) de él. Y también las coincidencias, claro.


El magnífico olor de la lluvia siempre le daba ganas de fumar. Esa especie de perfume tan pasto mojado y asfalto húmedo hacía que un cigarrillo (especialmente negro y especialmente Parisiennes) se torne irresistible. Che, Fray, convidame un pucho/ Acá tenés, agarrá/ Pero estos no son Parisiennes, ni siquiera es tabaco negro/ No seas mal agradecido y fumá igual/ Sí, te digo nomás/ ¿Desde cuándo sos delicado?/ Desde que llueve. Fijate ahora por ejemplo qué hermosa lluvia, y yo fumando un faso gringo/ No tiene nada que ver el pedo con la refalada/ En realidad es el olor a lluvia, ese perfume tan pasto mojado ¿entendés?/ Bueno bueno, hablemos de otra cosa/ ¿Cómo qué? La última vez que te pasé la palabra no la agarraste y se hizo añicos en el suelo/


-Un whisky –pidió Enrique para subir (o quizás bajar) hasta el nivel alcohólico que sus amigos habían logrado con tanto ahínco. Felipe, que en ese momento se encontraba hablando por teléfono, no escuchó ni de rebote ese pedido que tenía tanto de manotazo náufrago. Entonces Enrique tuvo que esperar, con una impaciencia de manos húmedas y labios secos, hasta que el barman bajara el tubo del teléfono inquietantemente azul. “Manotazo náufrago”, se dijo Enrique, guiado por el azul del aparato.


-Un whisky –repitió Enrique, esta vez con la seguridad de quien arroja objetos a un embudo gigante.


Primero mojó los labios, despacito bien despacito, en el salvador vaso de whisky on the rocks. E inevitable comparación: Mojó los labios en el whisky como quien mete apenas el dedo gordo del pie en una piscina. Después bebió un considerable trago, y enseguida que el alcohol acababa de quemarle un poco la garganta, dijo:


-¿Nunca repitieron la frase “como en la vida” hasta que la palabra vida adopte algo de silla y la palabra “como” pase de golpe a ser el verbo “comer” en primera persona del singular?


Fray y Roger lo miraron, para burlarse, con la misma cara de una sirvienta

que encuentra al niño de la casa masturbándose en plena cocina.


-Ya estás haciendo literatura, horrible y de bajo vuelo pero literatura –dijo Fray.

-Ahá, che, porque la literatura es –dijo Roger.

-Qué ganas de fumar un Parisiennes –dijo Enrique.


Al día siguiente había en el aire algo espantoso y como muy de día siguiente.


-Sos un borracho asqueroso, alcohólico mejor dicho –dijo la madre de Enrique asquerosamente madre-. Vas a terminar como la puta cagadora de tu hermana. Qué hijo de puta ¿eh? Siempre haciéndome la vida imposible vos. Siempre –repitió previo portazo.

-Yo también, mamá. Yo también –dijo Enrique con gusto a vómito en toda su boca. Después se sentó al borde de la cama y no tuvo mejor cosa que hacer que tener ganas de tomar una cerveza bien fría (mmm). Se le hizo esperma el alma.

¿Tengo problemas con el alcohol? No, ni ahí. La gente tiene problemas con los alcohólicos y eso es algo muy distinto bah. El día que deje de beber (ja ja ja) no lo voy a hacer por mí. Lo voy a hacer por toda esa manga de familiares y conocidos que no me dejan ser borracho en paz. Qué maravilloso y poético y cojonudo suicidio a largo plazo en el que uno apenas puede aspirar a ser un cuarentón lleno de pulgas, nostalgias y ambiciones intelectuales.


La pared no dijo nada, se quedó ahí, dura como siempre y con su estúpido color vainilla. Entonces Enrique, con su vieja puteando a diestra y siniestra por toda la casa, decidió hacer lo que todo buen cobarde hace en esos casos, huir con el rabo entre las piernas, huir del efecto hasta el centro mismo de la causa: una importante ingesta de alcohol.


Caminando por la calle Belgrano vislumbró una lejana silueta que parecía pertenecer a Roger. Apretó un poco el paso, entornó los ojos y sí, el tipo que ahora se había detenido en la ventana de un kiosco era nada más ni nada menos que Roger.


-Hola –dijo la chica del kiosco.

-Hola –dijo Roger.

-¿Qué andaba buscando? –preguntó la chica del kiosco.

-Deme un paquete de cigarrillos...

-Parisiennes –interrumpió Enrique con la voz agitada. Roger giró la cabeza y lo miró de abajo arriba como si estuviera midiendo la altura de un árbol.

-Parisiennes –obedeció Roger ante la voz de Enrique, que más que pedir con simpleza parecía rogar disimuladamente.


Cruzaron la calle y fueron a instalarse en la plaza principal del pueblo. Empezaron a fumar, sentados como torpes muñecos en un ridículo banco que tenía sus maderas castigadas por las lluvias.


3


MÁS PERRO QUE UN SOLO

Basado en un sueño de Enrique.


Ella se resistía, delicada y femeninamente pero se resistía. Mis trémulas manos buscaban con desesperación sus enormes senos, sus maravillosas nalgas, su delgada cintura y su perfecto ombligo, anillo carnal, único ojo que parecía aceptar las inefables intenciones de mi lujuria. Oh, mujer que sos tan. ¿Por qué me negabas la pulpa de tu fruto? Yo sólo deseaba amarte (quizás cogerte) con todos mis dientes, con toda mi estructura ósea y muscular. Oh sí, cogerte (quizás amarte) hasta que esa puta y reventada vida nuestra se nos vaya en un ahogado quejido, en un patético flujo, y tal vez, oh sí, en un espasmo genital elocuente y definitivo. Se resistía, delicada y femeninamente. Los besos de mis carnosos labios nunca llegaban a su pálido cuello, ni a su frágil clavícula ni a su esplendoroso mentón. Para mis pobres manos sus piernas eran tan fugitivas como un par de serpientes lubricadas (también histéricas, of course). Así fue que me vi obligado a abandonarla, a dejar que su instinto-estatua continúe dormitando sobre el róseo césped (fue en el atardecer) de aquella plaza ignota.


Me dirigí hasta donde se encontraba su amiga Cecilia, una muchacha gorda y bastante fea. Pero la lujuria, señores y señoras, es mil veces más ciega que el amor. Cecilia me aceptó de inmediato. Y también de inmediato mis labios se enredaron con los suyos, mi mano izquierda acarició su seno derecho, mientras tanto mi otra mano gozaba en su entrepierna, en ese tibio y húmedo montículo carnal. Entonces, como por mágico arte, Cecilia comenzó a tornarse hermosa, era como si mis manos, guiadas por un intenso deseo semejante a la inspiración, esculpieran un nuevo y dócil cuerpo. La grasa de su abdomen se ubicaba en otros sitios, dándole altura, levantando sus pechos, endureciendo y up sus nalgas. Impresionado ante el milagroso banquete que se me ofrecía, decidí meter mi lengua en su boca. En ese momento me pareció que toda la poesía del mundo (fuck) vibraba en mi pecho y en mi garganta, pronta a fugarse, a clavar su lujosa tristeza de bandera sin viento. Y ahí nomás Cecilia levantó los párpados, sus entornados ojos azules de gata ronroneando me provocaron una especie de orgasmo anímico, filosófico, poético, intelectual, etcétera.


Pero como yo fui criado por el whisky, las revistas pornográficas y el glamour estúpido de las revistas que llevo al baño para masturbarme, no tuve mejor idea (de hecho es una buena idea) que decirle “chupame la pija”. De súbito su semblante sexy sufrió algunos cambios que sí, me asustaron un poco.


-¿Qué pasa? Ya deberías saber que a todos los hombres les encanta eso. También deberías saber que detesto los protocolos, todas las vueltas que da el perro antes de echarse.

-Sí, pero como poeta...

-Como poeta soy un excelente borracho y un prominente energúmeno –afirmé, mientras ella salía como un río del puente de mi cuerpo.


Me quedé en cuatro patas sobre el róseo césped, más perro que un solo.

Ella se alejaba caminando con torpeza y convirtiéndose en una niña horrible, como si cada paso le quitara un año de encima. Antes de alcanzarla y después de distinguirla entre todos los vagabundos y prostitutas que paseaban por el lugar, ella me miró como si estuviera al borde de un caprichoso llanto. Pude ver su moreno rostro de niña, su boca haciendo puchero y sus mejillas manchadas por una torta cara sucia. Después Cecilia, oh la pobrecita, se perdió entre los vagabundos y las prostitutas que salían de sus chozas como hormigas lastimadas.


Empecé a caminar por una acera destruida que dejaba salir espantosos yuyos de toda índole. A mí izquierda había perros enormes que me ladraban como si hubiesen visto al demonio. De pronto un perro rompió sus cadenas y me quiso besar en los labios, su filosa dentadura me lastimaba toda la cara. Entonces abrí los ojos como quien abre la boca para gritar. Escuché que a mi derecha una niña bostezaba, o quizás estaba llorando, nunca podré saberlo.


La bala entró en su cráneo como más tarde el beso de su madre entraría en su frente fría. “¿Dónde estará Enrique?”, se pregunta Evelyn, con la rara nostalgia de un tiempo que se anula pues ese tiempo volverá física y repentinamente representado en Enrique, que ahora ya está en la calle, bajo la lluvia, con el dedo índice a dos centímetros del timbre de la casa en donde Evelyn se lamenta su ausencia.


-Y bueno, en ese caso le diré pase señora muerte, con esta lluvia se le va a oxidar la guadaña –dice alguien en el Pub “Morris”, recordando o quizás diciendo por pura casualidad las mismas palabras que alguna vez dijo Evelyn. Y también las coincidencias, claro.


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