sábado, 19 de diciembre de 2009

EL PEATÓN SUICIDA




Casi a medianoche, caminando por la avenida 25 de mayo, padecí nuevamente todo el algodonoso peso del sueño de la noche anterior, de tantas noches anteriores: otra vez los ojos verdes de María, su fría nariz de invierno y su sonrisa dibujada con talento de sobra. Recuerdo haber salido a caminar sin destino premeditado, en ese momento sólo existía un vago punto de partida que se esfumaba al compás de mis emplomados pasos. Una ridícula llovizna me impedía ver con claridad. Las gotas diminutas que se posaban sobre los vidrios de mi anteojo deformaban toda imagen. Me desvié para entrar en calles más despobladas y grises, y al cruzar un farol estilo tango-porteño noté que mi sombra se estiró hasta que mi otra cabeza quedó en la vereda de enfrente. Librarme al azar de las calles era algo que siempre se me daba como una suerte de síntoma neurótico, una implacable necesidad que me permitía entrar en órbita. Aunque pensándolo desde un punto de vista menos subjetivo, sería como entrar en la órbita de un satélite por naturaleza descentrado (lejos de la órbita mayor pero cayendo con los brazos atados sobre los rieles de una órbita personal). En resumen, un constante estar rodeado de mí mismo, un turbulento ser barrera y objeto en fuga para conocerme con la áspera violencia de una colisión.


Sin darme cuenta, mi azaroso paseo me dejó en la entrada de un bar, del cual Alejandro (que había habitado esta ciudad antes que yo) solía comentarme en varias ocasiones, cuando nos encontrábamos en el inicio de la adolescencia. Pero el destino quiso que él se vaya a la capital, a Buenos Aires no tan buenos, cargando en su espalda una prometedora carrera como artista plástico. Ahora, al ver la dulcísima bohemia de estas calles, lamento enormemente no poder escuchar sus sabias palabras, sus descabelladas ocurrencias que concluían en aventuras dignas de ser contadas. Me quedé mirando el cartel luminoso que decía Olimpo bar, y cuando logré escabullirme de mi nostálgica divagación decidí entrar a examinar el ambiente, y por supuesto beber un poco de vodka para espantar el frío. El lugar era aún más inspirador que la idea que me había hecho con las palabras de Alejandro. Allí realmente se podía experimentar una sensación de enajenamiento, algo así como lo que sería atravesar el espejo, o sea, todo tan igual y al mismo tiempo tan otra cosa.


Con el cuarto vaso de vodka con limón ya empezaban a aparecer los primeros destellos de depresión anónima: nunca lograba atribuirle un nombre, una causa o un sentido. Quizás por tratarse de una depresión-suma-de-tantas-cosas, las identidades y los sentidos se mezclan y se reducen hasta el punto de caer en la inexistencia, quedando sólo una depresión que se alimenta de su efecto, ya perdida toda causa posible.


Encendí el décimo cigarrillo y salí a la calle con el fuego del vodka en el estómago, lanzando un eructo como de dragón. Caminaba un poco flojo por la bebida, saltando los charcos y los huecos con barro que dejaban las baldosas faltantes de la vereda. De golpe otra vez los ojos verdes de María parpadeaban en mi memoria, y empezaron a surgir imágenes relacionadas con nuestros dos años de noviazgo. Recordaba cuando abrazados en el patio de su casa llorábamos por nimiedades, melancólicamente ebrios y tomando los últimos sorbos de nuestro vino barato. También aparecía en mi cabeza su piel levemente morena, su deslumbrante desnudez y el mínimo gesto de sus bellos labios cuando hacíamos el amor. Repetía su nombre en voz baja y sonaba tan lejos, tan inalcanzable. La palabra María se transformaba en una especie de horizonte, y era inútil esperar, el sol no se asomaría nunca, no iluminaría nunca esa zona tan amada y maravillosa. En ese momento sólo existía la tortura del recuerdo, me era imposible hallar algo real y palpable. Ciertamente padecía el malestar de no poder sujetarme a un presente que afirme mi existencia. Carecía por completo de un vivo para... o un vivo por... Mi única diversión en aquellas situaciones era silbar un tango violentamente nostálgico y mofarme, entre risas desganadas, de mis propias grutas anímicas.


Parado en una esquina, mientras le arrebataba la última pitada a mi cigarrillo, descubrí el precario y opaco verde de una plaza un tanto apocalíptica. Quizás por el peso de la noche nublada, o quizás mi propia melancolía distorsionaba las cosas poniéndole horribles máscaras a todo lo que surgía ante mí (quizás). Lo seguro es que en aquel paisaje no percibía algo feo, sino que percibía la belleza-que-duele, esa belleza difícil de admitir que comúnmente se sitúa bajo el título de poco saludable o no-convencional. La belleza de las vísceras sobre la belleza de la piel: invertir el papel de las cosas, enarbolar sin pudor lo que suele estar abajo, lo que siempre se encuentra tan saturado de capas inútiles, de superficies que funcionan como adorno o envoltura. SUPERFICIE, qué palabra! Sin pensarlo demasiado podría tomarme el atrevimiento de considerar a ésta palabra como un posible paratexto de la época en que me muevo, de la época en que me arrastro o de la época que me arrastra, depende de la ubicación del ojo-crítico.


Ya rodeado por la gris atmósfera de la plaza, me senté en un banco cubierto de minúsculas gotas. Encendí el último cigarrillo del paquete y a través del espeso humo de la primera pitada distinguí dos siluetas que me parecieron familiares. Sí, María y Alejandro se acercaban lentamente hacia mí. María con su graciosa y despreocupada forma de caminar, y Alejandro trayendo bajo el brazo su viejo caballete, al cual le había tomado un cariño increíble. Entonces un enorme sol rojo empezó a despojarse del horizonte como si se tratara de una sábana sucia, y los tres: María, Alejandro y yo (que ya éramos los puntos de un triángulo equilátero), sentimos una tibieza que nunca antes habíamos experimentado. Nos vimos ante la imposibilidad de cruzar palabras, estábamos completamente mudos y asombrados. Después la plaza volvió a ser lo que en realidad era, lo que era en el presente y de cierta forma en la vida.


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