jueves, 2 de julio de 2009

LA ENFERMERA ROJA



Nunca me gustó el olor de los hospitales. Ese olor extremadamente higiénico y sin rastros de vida. Ese olor que en realidad se presenta como la ausencia absoluta de otros olores. Es el mismo olor que se percibe en los velorios y en los cementerios, un atentado a la esperanza, una asfixia que se potencia con la inutilidad de la espera. Se podría decir que todos estos lugares están relacionados con la muerte, y aunque mi intención no es la blasfemia, recuerdo haber sentido un olor similar en las iglesias.

Aquella noche yo estaba en un hospital, sentado en una de las muchas sillas azules que había contra la pared del pasillo. Como era de madrugada no había demasiada gente, reinaba una especie de silencio rancio, apenas la insinuación de una respuesta en otro idioma. Dicho silencio era solamente quebrado por los pasos de las enfermeras, lentos fantasmas que iban de un lado a otro como en un desfile irracional. Sin esforzar mucho la memoria puedo afirmar que mi única compañía era el color vainilla de la pared de enfrente. Aunque también estaban las sillas azules y el tránsito cansado de aquellas pálidas señoritas. Y en los guardapolvos de las enfermeras se podía adivinar un extraño amarilleo que me provocaba náuseas.

-¿Todavía no hay noticias de Natalia? –le pregunté de pronto a una de las enfermeras, poniéndome de pie y deteniendo su apresurada marcha con un brazo extendido.

-No, aún no tenemos novedades. Por favor continúe esperando.

Desanimado, aunque adaptándome de a poco a la situación, volví a sentarme. Esta vez lo hice en otra silla y deseé que fuera de otro color. Rojo, por ejemplo. ¿Por qué decidí sentarme en otra silla? No lo sé. Supongo que necesitaba hacer aunque sea un mínimo quiebre en aquella monótona espera, la soledad rodeada de tiempo inútil, el tiempo detenido en pleno terremoto con los adornos a dos centímetros del suelo.

Me resulta irrisorio el hecho de no haberme dado cuenta mucho antes: en la pared de enfrente había un enorme reloj. Cada tanto, cuando lograba distraerme y pensar en otra cosa, el reloj desaparecía como el humo del cigarrillo que se elevaba hasta vestirse de aire. Otra vez el silencio era solamente quebrado por los pasos de las enfermeras, por aquel ballet saturado de indiferencia, por aquel tedioso disco rayado. Otra vez el silencio era fragmentado, dividido, interrumpido de una forma rítmica y constante.

Es verdad que al principio no me percaté de su presencia. Pero cuando por aburrimiento miré hacia ambos lados del pasillo, allí estaba el anciano, a mi izquierda, a tres sillas azules de distancia. Llevaba un enorme anteojo oscuro y un extraño sombrero algo ladeado. Y cuando le arrancó las últimas pitadas a su cigarro me pareció que su larga barba se incendiaría. A pesar de las luces del pasillo su rostro se esforzaba por permanecer a oscuras, tan a oscuras como cerrar los ojos y decidir no volver a abrirlos. Me pareció exagerada su impaciencia, el nerviosismo con el que se frotaba las manos, la resignación que se adivinaba en su forma escrupulosa de llorar.

-Psss, Psss…-me empezó a chistar con disimulo, se podría decir que mirando hacia otro lado, evitando con desprecio la mirada de las enfermeras. Intenté responderle pero el anciano puso el dedo índice sobre sus labios, apresurándose para indicarme que guardara silencio.

Nunca me gustó el olor de los hospitales. Ese olor a simulacro de esperanza. Ese olor a final disfrazado de espera. Y entre todas las enfermeras de blanco que venían desde la derecha, sin previo aviso, sin que nadie la espere, apareció una esbelta enfermera que llevaba un muy extraño guardapolvo rojo. El anciano empalideció en cuanto la vio, e inmediatamente se incorporó y comenzó a caminar hacia la izquierda del pasillo. La enfermera roja no tardó demasiado en alcanzarlo, en abrir una puerta y en hacerlo entrar a los empujones. Antes de todo esto, el anciano me había arrojado un papel enrollado con cuidado y del tamaño de un cigarrillo. Cuando ya todas las enfermeras eran enfermeras de blanco, exceptuando el amarilleo que me provocaba náuseas, desenrollé el papel y lo leí detenidamente.

-Psss, psss…-chisté cuando me di cuenta que a mi derecha, a tres sillas azules de distancia, se había sentado un muchacho que ya comenzaba a lucir impaciente.

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