viernes, 3 de julio de 2009

RECEPCIONISTA DE HOTEL O NINFÓMANA ORAL



A Mariela. Días después tuve el gusto (vaginal) de devolverte el favor.



Es así de simple como funciona. Un minuto. De pronto sos la tercera oración que se autorretrata en su obviedad y estupidez. Dos minutos. Sos el obturador de la cámara abriéndose con una lentitud que destruye la posibilidad de enmarcar nuestro momento más adorable. Tres minutos. Sos la metáfora de otra metáfora de otra metáfora. Espejos enfrentados y la navaja de afeitar metiéndose en su disfraz de guillotina. ¿Has pensado qué vas a hacer al respecto? Cuatro minutos. La última noticia es que nos estamos muriendo.

Debo admitir que mi soledad es invaluable. Me encuentro en la pequeña cocina-sala de estudio de la pensión en donde vivo. Fumo cigarrillos de baja calidad y bebo un licor que sabe a infancia y paraíso. Es así de simple como funciona. Un momento se acopla a otro y termina siendo tan grande que padecemos la imposibilidad de amarlo en toda su plenitud. Nos sentimos inferiores. Sí, a pesar del conocimiento de que esto hará catarsis en su otro extremo.

Esto es un agujero a la intemperie, un gran sexo palpitante de ternura que simboliza la absurda relación entre nuestro origen y nuestro destino. Esto es tirar la cadena y contemplar cómo la mierda abandona el inodoro. Ya es mierda independiente sumándose a la pasta general de deshechos humanos. Primero las damas y los niños. Cinco pesos la fotografía y cinco más por el enmarcado de la misma. Es así de simple como funciona. Pero por más divertido que nos parezca, esto no es un juego inocente. Ya no hay moraleja que valga. El sexo dejó de significar reproducción para enfocarse en el placer, o en el mejor de los casos para reproducir más sexo. Es un círculo que empieza y termina en el círculo. Es un arte que empieza y termina en el arte. Es la muerte convirtiéndose en un pasatiempo que produce millones de pesos anuales. Gracias a dios. Gracias a quien sea. Y como para romper el hielo voy a concluir este párrafo diciendo que todavía creo en el verdadero amor. No me mientan. Puedo ver esa cínica sonrisa en sus rostros. La misma y hermosa y retorcida sonrisa que tenía Mariela aquella humeante noche de invierno.

Déjenme narrar un pantallazo de la escena.

Mariela trabaja en un hotel desde la medianoche hasta la hora del desayuno. Hace aproximadamente unos ocho meses yo también trabajaba allí realizando diversas tareas: desde sacar la basura hasta ser un elegante mozo en las grandes cenas que se organizaban. Fue así como nos conocimos. No es que hayamos entablado una gran amistad ni nada de eso. En un momento estás parado en la recepción robando algo de dinero para empinar una botella camino a casa. Al siguiente momento ella te llama desde la cocina y sin muchas vueltas te dice:

-Mirá, acá no podemos hacer mucho –y mira hacia la recepción y vuelve hacia mí mojándose los labios-. Pero si querés te puedo chupar la pija.

Es verdad. Tuviste suerte y estás en el paraíso. Sos un perdedor introvertido en una película porno sin la necesidad de masturbarte. Y para ser sincero, y considerando que no muchas veces tuve esa suerte, el sexo oral fue realizado con lujo y empeño. De pronto estás jugando a las cartas con tu dios imaginario y estás ganándole. De pronto estás defecando con un cigarrillo entre los labios mientras leés las instrucciones de uso de un desodorante de ambientes. ¿Cómo es el olor a bebé? ¿Cómo es el olor a caricias de algodón? ¿Cómo es el olor a toallas azules prolijamente dobladas? La verdad es que no sé y la verdad es que no me importa. Y de pronto estás olfateando el olor a shampoo en el húmedo cabello de tu primera novia.

El dueño del hotel es un gran amigo de toda mi familia. Oscar, ese es su nombre. Es cierto que ya no trabajo allí pero suelo ir a visitarlo con la certeza de que seré bienvenido. Y Mariela me arroja una mirada sensual mientras se relame los labios. Y pienso en una anciana cinco estrellas con tapado de piel quejándose de su desayuno:

-Mozo! Mozo! Creo que hay semen en mi capuchino.

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