miércoles, 8 de julio de 2009

MALENA Y OTRAS CUESTIONES



¿En qué irá a terminar esto? Y de golpe, la extrañeza y la incomodidad me dan una bofetada en plena cara. Es que me resulta muy raro comenzar a desplegar una escritura clavando un interrogante en su aún inexistente final. ¿Acaso siempre será necesario tener un piso en mente para entrar al ascensor, tener un ascensor en mente para entrar al edificio, tener una dirección en un papel para salir a la calle? Los pensamientos y las intenciones siempre van un paso más adelante de lo corpóreo. Quizás por comodidad, no lo sé, me inclino más a creer en el abandono y en el pasar a otra cosa, ya no tanto en el final. Me parece que algo sobre esto ya lo ha dicho Charles Baudelaire. No lo recuerdo textualmente pero algo así venía la cosa: una obra nunca se termina, solamente se la abandona. Entonces el final es eso: un cortar y unir la piola a otra piola cuando nos hartamos de la primera. Tijeretazo inesperado y autónomo, completamente ajeno a nuestra voluntad. Lo que me agrada de este juego es que uno de manera ineluctable se interna en la desconfianza. La cúspide del juego está en que cuando uno logra no creer en nada, zás, raudamente brota una nueva totalidad. Dije nueva y por lo tanto dicha totalidad nos guiña el ojo, nos muestra sonrisas sugestivas y sin dar más vueltas nos invita a la exploración. Es así que el papel se me vuelve escudo y la birome se me vuelve espada. Al escribir voy depositando conflictos en los distintos sectores de mi estructura anímica. Me ataco y me defiendo paralelamente. Es verdad que salgo ileso, sin heridas de gravedad. Pero ciertamente termino muy agotado y al rato ya siento que un vacío se renueva, que se derrumba todo lo que acabo de edificar.
Mientras bebía una botella de vino con una bronca anónima, se me empezaron a ocurrir frases tan nostálgicas que por el hecho de saberme con dieciocho años me avergonzaban. Después de todo qué otros pensamientos se podían esperar de alguien que bebe completamente solo, hundido en un rotoso sillón, fumando como un loco, escuchando rock sinfónico y observando el insecto que se acababa de posar sobre la videocasetera. Esa misma noche había alquilado una película. Aún no me decidía a verla porque me parecía muy temprano. Si comenzaba a verla a esa hora, las 21:00, terminaría más o menos a las 22:30 y me sobraría demasiada noche hasta que me entre un poco de sueño. Aunque en el fondo sabía que después de la segunda botella ya estaría dispuesto a encauzarme hacia el centro urbano de la noche.
Cuando sonó el timbre me sobresalté tanto que casi dejo caer el vaso que sostenía con la mano derecha. Estaba completamente ensimismado, hilando pensamientos absurdos sobre el insecto que apenas se movía cada cinco minutos. Le di la última pitada a mi cigarrillo y lo apagué contra el fondo del cenicero. Era Gustavo, que seguramente venía con claras intenciones de beber algo en un bar del centro.
-¿Qué estabas haciendo? –me dijo Gustavo mientras pasaba sacándose la campera.
-La pura verdad, me estaba emborrachando para el entretenimiento de aquel bicho –respondí con desgano.
El insecto salió volando por la puerta semiabierta y se alejó hasta quedar fuera del alcance de mi vista. Tuve que cerrar la puerta con llave, pues el picaporte estaba roto y cualquier viento la abría dejando entrar un frío de esos que adormecen la nariz.
-¿Y? Gustavo… ¿qué contás?
-Nada… Venía a preguntarte si no querés ir a Sky. Con unos amigos de la facultad quedamos en juntarnos ahí esta noche. Después de todo es viernes ¿no?
-Yo alquilé una película pero la puedo ver mañana. Che, buscate un vaso y servite un poco. En cuanto terminemos esta botella emprendemos viaje.
Me fui al baño, y ya sentado en el inodoro… No sé por qué, nunca logro saber por qué. La cuestión es que me invadieron deseos implacables de hacer cosas imposibles: salir de mí para ver cómo me quedo, quedarme en mí para ser testigo y cómplice de mi fuga. Es como estar en el medio de un huracán y sentir que la razón a la que me aferro es una triste rama de sauce. Después es casi como si viera mi mano que se desliza por la rama mientras las hojas van cayendo con una lentitud perturbadora. Lentitud, sí, en el feroz centro del huracán. Lo lento y lo veloz en una escena eficazmente triste. No sé por qué, nunca logro saber por qué. Tiro la cadena, me levanto el pantalón y parado frente al espejo todo empeora. El espejo me resulta realmente fatal, muero por un par de segundos durante los cuales el pensamiento parece ser eterno. Y si cierro los ojos veo millones de líneas que se dirigen hacia una especie de crepúsculo violáceo. El espejo: ventana donde se ve lo que está más allá que en realidad está más acá que en realidad está más allá. Miro mi cara que mira mi cara mirando mi cara. Examino los matices de mi reciente palidez (¿será a causa de la luz?). Contemplo con satisfacción mis ojeras y hundo los dedos en mi pelo revuelto.
Ya en la calle, inevitablemente instalados en la noche y caminando hacia el pub Sky, escuchaba atentamente las descripciones que Gustavo hacía de sus compañeros de clase. Habló sobre un pibe que usaba anteojos gruesos y tenía un comportamiento excesivamente torpe. Habló sobre una muchacha que era tan hermosa como carente de inteligencia. Habló sobre un punk que era fiel partidario de la cerveza negra. En fin, se desplegó sobre una enorme cantidad de personajes y estereotipos. Luego comenzó a sacar conclusiones con respecto a quienes irían al pub y quienes no, objetando que este era demasiado antisocial o que aquella era mojigata hasta la náusea. Pie izquierdo y pie derecho y pie izquierdo y pie derecho y saltar un charco y patear una piedra y así después de una veinte cuadras al fin llegamos. Enorme cartel de neón: Sky. Y abajo, con letras pequeñas: internet-pool-pub.
Empujé una de las grandes puertas de vidrio y entramos a aquel sitio sumido en una leve penumbra, esa penumbra entre roja y azul que tanto identifica a los bares. Cerca de una de las paredes que tenía ventana había una mesa rectangular formada por dos mesas cuadradas. Alrededor de esta mesa conversaban animosamente los amigos de Gustavo, y para mi sorpresa, entre ellos descubrí a dos viejos amigos de la secundaria. Después de besos y apretones de manos nos sumamos al grupo. La joven camarera me acercó una cerveza respondiendo rápidamente a mi pedido. Llené dos vasos y le alcancé uno a Gustavo, que tuvo que interrumpir una conversación sobre no sé qué con no sé quién.
Y así fue que comenzó a surgir un ambiente dialéctico maravilloso, aunque cada tanto se agregaban rápidas pinceladas de perversidad o irreverencia. Un ballet de palabras sobrevolaba en torno a un desfile de cervezas. De una forma inexplicable se empezaba a hablar sobre el más insignificante percance cotidiano y se terminaba estableciendo relaciones entre el surrealismo y las pesadillas, entre el inconsciente fotógrafo de uso interno y la escritura automática. Sobre esto último se planeaban métodos absurdos para cortar el hilo existente entre la idea fetal y la inútil educación del posterior razonamiento.
Cuando ella apareció (después supe que se llamaba Malena) y se unió resbaladizamente a la tertulia, padecí brotes mentales de un erotismo indescriptible. Entonces nos presentaron y comenzamos a conversar casi sin respiro. Gustavo, Malena y yo constituíamos un triángulo de ideas compartidas. En ciertos aspectos éramos como espejos parlantes, lo que ella decía me resultaba una suerte de boomerang de lo que yo mismo acababa de decir. Estábamos tan cubiertos por la conversación que con el transcurrir de la noche nos sorprendió descubrir que todos los demás ya se habían ido, que tan sólo nosotros tres permanecíamos sentados a la esquina de la mesa. Obviamente por el alcohol que corría en mis venas, pues con las mujeres soy de naturaleza tímida, me atreví a invitarla a ver la película que aún me estaría esperando sobre el viejo televisor. Los tres salimos a la calle y ella detuvo un remis. Nos acomodamos en el asiento trasero, le dije mi dirección al conductor y el coche emprendió su marcha. Durante el viaje nos detuvimos en una estación de servicio, le di unos pesos a Gustavo y él se bajó a comprar dos botellas de vino. Luego reanudamos el viaje, sin más interrupciones, hasta llegar a destino.
Descorché una botella, fui hasta la cocina a buscar tres copas y serví el vino con una falsa elegancia. Después de combatir durante cinco minutos con cables, enchufes y precarios interruptores para que la maldita película aparezca en la pantalla (cosa que no sucedió), me senté furioso en mi largo sillón, a la izquierda de Malena que a su vez estaba a la izquierda de Gustavo. Le arrebaté un gran trago a mi vaso y me pasé una mano por la cabeza con un gesto de decepción.
-No te preocupés –me dijo Malena al mismo tiempo que comenzaba a abrazarme con timidez. Antes de que pudiera disculparme por lo de la película, noté que su rostro se me acercaba. Fue entonces cuando me besó enormemente en los labios. Mientras nos besábamos en calma empecé a recorrer con mis manos sus pronunciadas curvas, exploraba la intimidad de su silueta. De pronto descubrí que la mano de Gustavo se deslizó por el muslo de Malena hasta posarse sobre su sexo. Ella se mantuvo inmutable ante este atrevimiento, y al cabo de unos segundos abandonó mis labios para dedicar los suyos a Gustavo, quien comenzó a besarla con una pasión diferente a la mía, con esa pasión que se inclina más a la violencia. Yo no podía creer lo que estaba sucediendo. Dos hombres y una mujer en perfecta contención emocional. Hasta ese momento creía que sólo era posible en la realidad idealizada hasta el asco del cine erótico norteamericano. Así nos fuimos convirtiendo en una amalgama de manos y labios. Yo la masturbaba y él la besaba. Él la masturbaba y yo la besaba. Ella nos masturbaba y nosotros la besábamos. Por un instante logré perder la noción del tiempo y del espacio, y como en mi caso eso significa perder la noción de la nostalgia y la soledad, me sentí parcialmente feliz. Recuerdo que una vez, cuando vivía en Feliciano, encontré un ejemplar de una vieja revista y leí un artículo titulado sexo sin amor. Entre las opiniones de los entrevistados la que más me quedó fue la de un hombre que dijo el sexo sin amor no existe porque dar placer es un acto de amor. Al día siguiente, en la primera hoja de un recetario que no sé cómo fue a parar en casa, encontré su dirección de correo electrónico. Ella ya se había ido. Las mujeres como ella siempre se van. De mi último noviazgo, por ejemplo, sólo me quedó una gata llamada Laly. Julieta me la regaló el trece de abril del año pasado, día en el que cumplíamos un año de relación formal. Julieta, tan absorbente y protectora como fuiste conmigo no te quedó otra que conocer mis laberintos, mis embudos por los cuales te deslizabas vertiginosamente. Sí, Julieta, yo no fui más que tu vértigo, me sujetabas como quien sujeta un inquieto y fugitivo muñeco de porcelana. Mi constante deseo de hacerme añicos era un soplo en las brasas de tu histeria. Pero admitámoslo, hasta cierto punto te encantaba cuidar de mí, así nos entendíamos, vos amansando mi instinto autodestructivo y yo creyendo que la vida era un juego, un juego inocente capaz de saltar a la decadencia en un parpadeo. Y los ojos me ardían frecuentemente, qué se le va a hacer, Julieta. Hacer a va le se qué: solución fácil es dar vueltas las cosas hasta que pierdan sentido y uno pueda decir no entiendo. entiendo No decir pueda uno y sentido pierdan que hasta cosas las vueltas dar es fácil solución: qué se le va a hacer.
-¿Pudiste hablar con Malena?
-No. Voy seguido al cyber pero nunca la encuentro en línea. No sé a qué hora será que se conecta.
-Qué lástima, yo ya me armé todo tipo de fantasías para el fin de semana. Y vos, ¿en qué andás? ¿Estás escribiendo algo?
-Sí, y justo te quería hacer una pregunta sobre eso. Decime, ¿qué te parece lo más importante de un cuento?
-Qué sé yo, supongo que el principio y el final.
-Entonces no te va a gustar lo que estoy escribiendo.
-¿Por qué?
-Porque empieza así: ¿En qué irá a terminar esto?
-¿Y cómo termina?
-Con otra pregunta: ¿Cómo fue que empezó esto?
-Gustavo largó una carcajada y repitió:¿Cómo fue que empezó esto?
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