martes, 21 de julio de 2009

RECUERDOS DE UN CIRCO



Me dejo llevar por la escritura, como el niño que es llevado de la mano hacia aquel circo repleto de leones, cruentos animales que peinan su melena al mejor estilo ferocidad (arroje un cachorro o un gatito adentro de la jaula y no tendrá la necesidad de abonar la entrada: comentario que circula a puro entusiasmo entre los niños: aquella trapecista con cara de puta me dijo que…, aquel enano barbudo me confirmó lo que había dicho Juancito, etcétera). Sí, al fin de cuentas yo no soy más que una mera herramienta de mi escritura, ella trabaja con una íntima voluntad que nada tiene que ver con mi despierta conciencia, con los movimientos musculares de mi brazo, con mi mano, con la tinta, con los cuadernos y renglones que se tornan avenida saturada de tráfico y smog y bocinazos y puteadas.

Entonces al escribir en realidad me estoy arrojando a una suerte de sueño con aguas indomables, donde yo no puedo controlar los acontecimientos, donde yo solamente soy capaz de interpretar de forma dudosa lo que sucede. Y bueno, en cierto sentido es maravilloso ubicarse fuera de toda responsabilidad: que tu lectura reescriba lo que yo escribo, qué sé yo si puse amor cuando escribí la palabra amor. Ya lo ha dicho el simplemente eficaz poeta argentino Juan Gelman: “porque el amor es una cosa y la palabra amor es otra cosa”.

Las piezas del rompecabezas no encajan, cumplen al fin su verdadera función: romper cabezas. Aunque quizás estamos hablando de piezas que pertenecen a rompecabezas distintos. Esa es la forma lógica de pensar al ver que este fragmento de tormentosa tormenta no se acopla con este fragmento de plácida laguna a la luz del sol. ¿Acaso las diferentes etapas de nuestras vidas no son rompecabezas? ¿Acaso las nostalgias no son piezas de esos distintos rompecabezas? ¿Acaso el arte no es armar una imagen con piezas de distintos rompecabezas que nada tienen que ver entre sí? Qué sé yo, tendría que preguntarle a mi escritura, a mi mamá que me lleva de la mano hacia aquel circo donde todo es posible.

-Mami, ¿viste que cara de puta tiene la trapecista?

-Callate, nene. Otra palabrota y te fajo ¿eh?

Obviamente este diálogo tiene una existencia imaginaria. Se trata de una inexplicable vuelta de tuerca. Mi madre yace en el cementerio hace más de diez años y yo soy un tipo de veinticinco años que ya no siente la necesidad de andar diciéndole “mami” a la gente. Pero había algo cierto en aquel diálogo imaginado: la trapecista tiene cara de puta. Yo la había visto a la tarde, cuando ella ensayaba para el espectáculo de la noche, la misma tarde en la que escuché que los niños hablaban sobre conseguir un cachorro o un gatito, dárselo a los leones y así poder entrar gratis a la función nocturna.

La cuestión es que la horrible vieja maquillada en demasía, que estaba a cargo de la entrada, rompió mi boleto y con un gesto mecánico me dio la mitad. Después chupó la bombilla del mate que un señor asombrosamente gordo le había cebado. Gracias a que yo había comprado el boleto cuando aún no terminaban de armar la carpa, me tocó un lugar envidiable en primera fila. “Ahora voy a sentir desde el aliento de los animales hasta el olor a tanga sudada de las trapecistas”, me dije con una cínica sonrisa, mientras encendía un cigarrillo después de haberle echado un poco de fernet a mi botellita de coca. Para hacer eso tuve que agacharme, silbando y haciéndome el boludo entre el montón de eufóricos niños. Las luces se apagaron de pronto, y cuando volvieron a encenderse apareció un mago sacando palomas de su galera. Él fue el encargado de dar inicio a los espectáculos del circo.

Ahora Horacio está en la cocina de su casa, preparando café para la trapecista que espera sentada en el sofá del living. Yo lo espío por la ventana, sigiloso como un animal en acecho, mordiéndome los labios en espera de alguna acrobacia. Horacio quizás piensa en la noche anterior y en los espectáculos del circo. Entre leones, elefantes, magia, aguas danzantes coloridas y payasos que vuelven a sus carpas para beber whisky y llorar algún amor perdido, Horacio no logra recordar con exactitud cómo fue capaz de seducir a la trapecista , a esa mujer aparentemente impenetrable.

-Ya está listo el café –dijo Horacio, y apenas dejó las tazas en la mesita del living, la trapecista se arrojó hacia él con una ferocidad felina.

Luego se encauzaron directamente hacia la habitación y fornicaron desprovistos de todos los pudores humanos. Alter ego sexual, como diría después Horacio ronroneando junto a su leona, esperando que yo le arroje un cachorro o un gatito. Pero mi madre nunca me permitiría hacer semejante cosa, menos ahora que me tiraba del brazo para alejarme de la jaula, diciéndome que mi imaginación me llevaría a la locura.


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